Francisco Bobadilla escribe este brillante artículo.
Luigi Ferrajoli es, actualmente, uno de los constitucionalistas europeos más importantes. Sus libros se venden y se leen entre nosotros. Uno pequeño y sustancioso, se llama Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional (Madrid, 2011).
Su tesis es muy sencilla. La democracia no es sólo una forma de recambio pacífico del poder; es, asimismo, una forma de organización que sujeta a todos a la Constitución, respetando la separación de poderes, la oposición parlamentaria, la crítica y la prensa libre. A este control jurídico del poder lo ha llamado democracia constitucional.
Cuando Ferrajoli escribe este librito, estaba en pleno apogeo el gobierno de Berlusconi en Italia. Un sistema político “transformado en una democracia plebiscitaria, fundada en la explícita pretensión de la omnipotencia de la mayoría y de la neutralización de ese complejo sistema de reglas, separaciones y contrapesos, garantías y funciones que constituye la sustancia de la democracia constitucional”.
Nunca he notado tanta indignación en un texto del profesor Ferrajoli como en éste. Simplemente le parece insoportable el populismo instaurado por Berlusconi, una suerte de “forma degenerada de democracia que Aristóteles llamó “demagogia” y definió, con extraordinaria lucidez, como el régimen en el que el soberano es el pueblo y no la ley (…) Los muchos tienen el poder no como individuos, sino en conjunto”.
Democracia constitucional es, por tanto, Estado de derecho, imperio de la ley, convivencia social de acuerdo a reglas pactadas en la Constitución política.
Cuando el poder toma las calles, secuestra ciudades, bloquea carreteras es simple y llanamente poder salvaje. En la suma y resta entre motivos para iniciar la protesta y la fuerza –convertida muchas veces en atropello- que se usa contra el resto de los ciudadanos del lugar e, incluso, contra todo el país, el saldo resultante es negativo: la fuerza anula a la razón. Quienes nos hemos comprometido a vivir en democracia hemos de asumir sus reglas. Hay mecanismos, son lentos, pero funcionan.
Nuestra democracia, de otro lado, es representativa, no es plebiscitaria. Es decir, no funciona reuniendo firmas y sacando de la manga movimientos y representantes sin ton ni son. La representación es, también, reglada. Tiene todo un proceso que termina en investidura formal. Es un juego democrático sano, insuficiente desde luego, pero romperlo es caer en la pura intransigencia, furiosa e indignada y nada inteligente.
El interlocutor válido sigue siendo importante y no cualquiera es un buen mediador. Ya es hora de buscar al nuevo líder para los nuevos desafíos de la modernidad. El líder bullanguero, brabucón, sentado en sus trece se ha equivocado de país, de tiempo y de estilo.
Se puede ser tirano de muchos modos. Hay la tiranía del palo, de cuatro o cuatro mil amigos que se plantan en la calle y ay del que se le ocurre decir lo contrario.
También está la tiranía de la mayoría cuando campea sin control apisonando todo lo que encuentre a su paso.
Está la tiranía del “bacán” cuando abusa de su puesto y se comporta como ridículo reyezuelo otorgando o negando favores a quien le da la gana.
El poder político no está exento de esta enfermedad. Lo cierto es que no están los ánimos de los peruanos para soportar a los tiranos, vengan de donde vengan.
El poder salvaje tiende a desbordarse, indigna e irrita.
Tenemos que aprender a vivir con las reglas del pacto social al que nos hemos comprometido. Muchas protestas tienen razones fundadas y hacen bien en protestar: me hacen daño y reacciono. Pero al reaccionar no tengo derecho a dañar a los demás. Todos los actores sociales estamos sujetos al derecho.
El poder salvaje no tiene lugar en las sociedades abiertas y libres.