Dejemos de lado las pasiones que siempre nos atormentan y veamos la realidad, la secuencia de lo que ocurre y la frecuencia de cómo suceden esos hechos que nos hacen sentir desde tristeza y cólera, hasta irritación y vergüenza.
En promedio, podemos poner una línea divisoria en 1980 cuando se recupera el camino de una democracia frágil, interrumpida constantemente en eso que denominamos el péndulo entre gobiernos elegidos en votación popular y gobiernos impuestos o dictaduras militares. Ese péndulo se detuvo, pero cierta añoranza por las dictaduras ha estado y se encuentra presente, no por ejemplos propios del pasado, sino por los que han ocurrido en otras naciones. Se llama a eso, inspiración en el autoritarismo, porque “se justificaría para un país como el nuestro” (no lo afirmo como mi opinión, estoy dibujando la escena).
El arquitecto Fernando Belaúnde volvió a palacio de gobierno, del que había sido sacado a empellones y de madrugada, un 28 de julio de 1980 y lo hizo con muchos de los que en 1968, un 3 de octubre, sufrieron los mismos tratos del presidente.
Belaúnde regresó, pero previamente la dictadura militar convocó a una Asamblea Constituyente, sin relación de subordinación al poder dictatorial, y bajo la dirección de Víctor Raúl Haya de la Torre redactó un texto fruto del consenso con diversas colectividades políticas como el Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes.
La oposición de aquél entonces a la fuerza democrática en la Asamblea Constituyente, era la suma de múltiples grupos de izquierda que se juntaban en cinco partidos de inspiración marxista-leninista (los había trotskistas, pro URSS, pro China y hasta pro Albania; no es broma, así se denominaban). Y alrededor de ellos, nacía una especie de nacionalismo étnico (FRENATRACA frente nacional de trabajadores y campesinos) que a su vez atraía a la Democracia Cristiana, el partido que le dio sustento a muchas de las atrocidades de la dictadura militar velasquista (que ejerció Juan Velasco Alvarado primero y luego Francisco Morales Bermúdez).
La oposición a la dictadura militar velasquista estaba representada en Acción Popular, el Apra y el Partido Popular Cristiano. En la otra vereda, los que apoyaban a la dictadura y tuvieron cuotas de poder, eran las izquierdas.
Esa es la extraña confluencia: dictadura de izquierda, con aliados de izquierda. Esa fuente que desbordó y con ella el comunismo recalcitrante, hizo uso en paralelo -desde 1980- a su violencia política al iniciar la “lucha armada del campo a la ciudad” (terrorismo).
Luego del gobierno del presidente Belaúnde (1980 – 1985), vino el de Alan García I y luego, el de Alberto Fujimori, cuando la escalada de la subversión era incontrolable y cuando la situación económica del país no daba para más.
¿Porqué llegó Fujimori si hasta eses fechas los partidos tenían nuevamente presencia en el quehacer nacional?
Hay varias explicaciones pero tal vez la más cierta es que “cansados de los mismos de siempre y cansados de escuchar lo mismo de siempre” los ciudadanos fueron viendo que era posible hacer un “cambio” y ese cambio lo encarnaba un “chinito” (bajo el concepto popular de trabajador, chambero, honesto, estudioso, de pocas palabras, etc.). Y así la “bola” (rumor, aviso fuera del habla y habla, del boca a boca) que se había sembrado en algunos lugares, comenzó a crecer con el Tsunami Fujimori que subió rápidamente hasta colocarse frente a otro candidato que con muchos pergaminos, cometió el error de no traducir el sentimiento y el anhelo de aquellos tiempos: Mario Vargas Llosa.
¿Cómo fue expandiéndose la idea de creer en Fujimori? Los medios y la campaña confrontacional lo hicieron como siempre, pero esta vez, atacando al círculo de Vargas Llosa (Acción Popular del arquitecto Belaúnde, al PPC de Luis Bedoya y a los empresarios que se juntaron para organizar una gran plataforma de ideas y propuestas). A ello se le puede sumar la campaña muy agresiva del Apra de entonces, que se enfiló contra Vargas Llosa de manera fulminante.
Fujimori fue la antesala de lo que se llama “outsider” y si bien durante dos años aproximadamente resistió y se hizo de acciones en cierta forma conciliadoras, tuvo algunas razones para romper con el sistema democrático: el terrorismo, la falta de unidad, el caos político y la crisis económica. Esos males impactaban enormemente en la población y todos los indicadores así lo reflejaban. En consecuencia, era necesario dar un gran giro y tomar decisiones duras e inmediatas.
Los juicios de valor, cada uno los tiene que analizar, porque a partir del denominado autogolpe de Fujimori, la historia ya no sería la misma, porque surgirían dos grandes espacios de pelea: los anti y los pro fujimoristas.
Sin embargo, pasado el tiempo del gobierno de Fujimori I y Fujimori II, algo sucedió luego de la llegada de Alejandro Toledo a la presidencia, porque pudo juntar a representantes de otros grupos (sobretodo de los que estuvieron con Vargas Llosa años antes). Esto ocurrió inmediatamente después de la renuncia de Fujimori II y la temporal presidencia de Valentín Paniagua.
Algo pasó para que volviera un partido tradicional al poder –luego de Toledo-, en una lucha intensa contra todas las facciones izquierdistas que apuntaban hacia Alfonso Barrantes, quien fuera Alcalde de la Ciudad de Lima. Algo pasó que se volvió a encender la lámpara de los partidos políticos como preferencia ciudadana y así regresó Alan García II y un renovado partido aprista.
Hagamos una distinción: los partidos tradicionales por un lado (con ideas, programa, doctrina y liderazgos) y los partidos electoreros (con publicidad y apuntando a un caudillo). En los electoreros o de temporada electoral se encontraba el de Toledo, como luego fueron los de Humala, Kuczynski, Vizcarra, Sagasti y Castillo.
Con el gobierno de García II (2006 – 2011), totalmente opuesto a su primer gobierno (1985 – 1990) se puso en marcha una maquinaria de ONG’s izquierdistas muy poderosa contra los partidos que aún creían que tenían espacios de sucesión y posible llegada al poder. Y no fue así, al contrario, los partidos sufrieron en esos tiempos una especie de extinción anticipada o un agotamiento de liderazgos, los mismos que permitieron a un militar frustrado como Ollanta Humala llegar al poder, frente a la plataforma política del fujimorismo encarnada en la hija de Alberto, Keiko Fujimori.
Humala no hizo nada extraordinario, puso en marcha el piloto automático y algunos impulsos destacables que le merecieron terminar su mandato correctamente, hasta que se descubrieron sus relaciones con Odebrecht.
Luego de Humala, quien fue un outsider hacia la izquierda radical primero y después hacia un chavismo “light” (firmando la Hoja de Ruta), llegó también otro outsider (otro sin partido político como tal). Pedro Pablo Kuczynski fue el anciano outisder de la derecha mercantilista que el país eligió, la misma que reunía los restos de algunos partidos en camino a la extinción posterior.
Es decir, hemos elegido durante ese tiempo (1980 – 2021) gobiernos que llegaron por medio de partidos tradicionales (Belaúnde, García I y García II), así como outsiders indefinidos de plataformas electoreras (no partidos políticos en su estricta definición).
El gran drama vino con los sucesores de Pedro Pablo Kuczynski, porque cada uno ha sido peor que el otro. Ni Vizcarra, ni Sagasti, menos Castillo, fueron el reflejo de la conducción que se requería para un país en medio de una desinstitucionalización tan grave, ni uno.
Además, Vizcarra ha sido tan manipulador y conspirador, que en sus actos de criminalidad manifiesta es señalado como responsable del fallecimiento de cientos de miles de personas a causa de no hacer lo correcto durante la pandemia del coronavirus. Como político sin escrúpulos, sembró una estructura de poder que aun mantiene lazos fuertes con los “deudores” de favores de su gobierno, y de seguro también sembró una red de testaferros que lo mantienen con vida y recursos.
Sagasti en cambio, es una especie de modelo de revistas de tiempos pasados, de imitador de aristócrata o de intelectual que nadie convoca porque no lo es. Vizcarra y Sagasti le hicieron la transición a Castillo, aunque su mirada siempre estuvo hacia Gregorio Santos, el convicto que purga condena, el convicto que usaba en su campaña el mismo sombrero de Castillo y la misma frase “no más pobres en un país rico”. Pero como nadie se acuerda de “Goyo” y la caricatura era necesaria, el partido comunista Perú “libre” se la trasladó a su otro camarada: Pedro Castillo.
La intención no era ganar la presidencia, sino infiltrar voces para desprestigiar desde adentro al Congreso de la República. Se eligieron pirómanos que están como congresistas y un gran pirómano en el poder, que recicla ministros también pirómanos en una estrategia de amplia demolición contra la democracia.
Como ven, como observan, los que provinieron de canteras no partidarias, sino electoreras, ganaron por emotividades, resentimiento y esperanza de reivindicaciones poco claras (demagogia, populismo, revanchismo gratuito) y por eso, salieron tan malos los candidatos, como peores los gobernantes y mucho peores los ministros.
En consecuencia, en un escenario tan complicado es necesario reimpulsar partidos con ideas, doctrina, liderazgos y planes que contengan políticas públicas de corto, mediano y largo alcance. Con partidos políticos convertidos en instituciones sostenibles en el tiempo, podemos darle a la democracia la fuerza necesaria para recomponer sus caminos y evitar el colapso al que vamos, con las izquierdas extremistas.