Desde una posición crítica pero no peyorativa, el término “izquierda del odio” podría definirse como un sector dentro de las izquierdas radicales que, en su supuesta defensa de causas sociales o políticas, adopta actitudes permanentemente intolerantes, dogmáticas o excluyentes, contradiciendo los principios de diálogo y pluralismo que suelen asociarse a los ideales progresistas que pretenden sostener. Una definición justa y correcta, desde esta perspectiva, podría basarse en los siguientes puntos:
- Intolerancia selectiva: Este sector se caracteriza por rechazar o silenciar opiniones divergentes, incluso dentro de su propio espectro ideológico, bajo la premisa de que cualquier desviación compromete la pureza de la causa. Por ejemplo, podrían descalificar a aliados que no adopten posturas suficientemente radicales, como los progres, caviares o social confusos que operan desde los medios y redes sociales.
- Polarización discursiva: Utilizan un lenguaje o tácticas que fomentan la confrontación en lugar del debate constructivo, como descalificaciones personales, estigmatización secuencial de oponentes o la promoción de narrativas que dividen en términos absolutos (“opresores” vs. “oprimidos”, “pueblo” vs. “fachos”).
- Dogmatismo ideológico: Se aferran a una visión rígida y estática de sus principios, considerando que solo su interpretación es válida y verdadera. Esto puede manifestarse en la negativa a aceptar críticas internas o en la imposición de posturas como verdades incuestionables.
- Contradicción con valores progresistas: Aunque defienden causas asociadas a la justicia social (igualdad, derechos humanos, etc.), en la práctica y gobernando sus métodos pueden percibirse como autoritarios o coercitivos, lo que genera una contradicción con los ideales de libertad y tolerancia que suelen abanderar, pero no los sostienen (Cuba, Venezuela, Nicaragua, partidos de izquierda en América latina.
La “izquierda del odio” en consecuencia, se refiere a grupos o individuos dentro de las izquierdas radicales o no radicales que, en su proyecto político y dogmático para avanzar hacia agendas progresistas, adoptan prácticas intolerantes, dogmáticas o polarizantes, alejándose del diálogo plural y constructivo, y generando actitudes que pueden percibirse como hostiles hacia quienes no comparten su visión, incluidos aliados potenciales y activistas de sus organizaciones o colectivos involucrados.
Esta definición busca ser lo más equilibrada posible al reconocer la legitimidad de las causas defendidas dentro del orden constitucional de cada país, pero señala los métodos que desvirtúan esos ideales.
Evitar caer en la descalificación generalizada y centrarse en comportamientos específicos que pueden verificarse en debates públicos, como la censura en redes sociales, la exclusión en espacios activistas o la agresividad en el discurso político, son componentes que hay que considerar siempre, como práctica permanente, para verificar la pose “moderada y engañosa” de las izquierdas que pretenden confundir su escalada de odio, con discursos que tienden a suavizar su agresividad, pero evidencian el interés subyacente de eliminar a lo que se les opone.
Ciertos sectores de las izquierdas radicales, extremistas o subversivas priorizan narrativas de odio, victimistas o revanchistas, ignorando matices y responsabilidades compartidas, lo que perpetúa esos ciclos de odio en lugar de fomentar la reflexión colectiva.
Algunos grupos de izquierda radical construyen discursos que enfatizan exclusivamente la “su” victimización de ciertos sectores sociales o creados como parte de su nueva historia no escrita ni reconocida como tal (como las clases trabajadoras, indígenas, campesinas o víctimas de regímenes políticos), sin reconocer las complejidades o responsabilidades compartidas en los conflictos.
En lugar de buscar reconciliación o aprendizajes colectivos, estos sectores de izquierda a veces promueven un enfoque de “ajuste de cuentas” contra instituciones, grupos sociales o figuras asociadas con el pasado (como la Iglesia, élites económicas o gobiernos conservadores).
La crítica apunta a que estas narrativas tienden a omitir intencionalmente la multiplicidad de actores y factores en conflictos históricos o sociales. Por ejemplo, en Chile, durante el violento “estallido social” de 2019, en realidad un intento de golpe de Estado, algunos sectores de izquierda fueron acusados de polarizar el debate, sin tener en cuenta el impacto de acciones violentas de manifestantes y activistas comunistas en la escalada del conflicto.
Al priorizar la confrontación y el señalamiento en lugar del diálogo, estas posturas refuerzan divisiones sociales.
Este enfoque dificulta la construcción de consensos o soluciones inclusivas, ya que el énfasis en el victimismo o el revanchismo aleja a sectores moderados y refuerza la polarización provocada desde las izquierdas.
Es importante señalar que todas las izquierdas caen en estas prácticas de odio y que también cargan sesgos para atacar a conservadores, a la Iglesia Católica y la empresa privada. Además, quienes defienden estas posturas de la izquierda agresiva, negacionista, reductora y violenta, argumentan que hay que destacar la victimización o exigir lo que llaman “justicia histórica” porque les es necesario para corregir desigualdades estructurales y dar voz a sectores marginados. Sin embargo, desde una perspectiva crítica, el desafío radica en equilibrar si la denuncia de injusticias es sustentable, justificada y cierta, para generar un enfoque que promueva la reconciliación y unidad, y evite perpetuar el odio, invitando a una reflexión colectiva que incluya todas las perspectivas ciudadanas que no apelan o estimulan ese odio de las izquierdas.
El debate no se cierra aquí, seguimos en la construcción de la Muralla de la Libertad.
Imagen, en redes sociales.

