Hanna Arendt (1906-1975) buscaba de continuo comprender, no pretendía atrapar la realidad en unos pocos silogismos o fórmulas matemáticas, quería vislumbrar un poco mejor los entresijos de la existencia humana en medio del dramático siglo XX que le tocó vivir. Sus reflexiones pausadas invitan a seguir pensando por cuenta propia. Un reciente texto suyo “Responsabilidad personal y colectiva” (Página Indómita, 2020) atrajo mi atención, dos breves ensayos a los que acudí para intentar comprender estos nuestros tiempos de emergencia sanitaria y crisis ética.
Leo el libro y recuerdo conversaciones con mi padre, juez instructor y fiscal hasta su jubilación. Dice Arendt: “¿acaso alguien ha sostenido alguna vez que, al juzgar una mala acción, presuponemos que nosotros seríamos incapaces de cometerla? Y es que incluso el juez que condena a un hombre por asesinato puede decir: Así podría haber acabado yo de no ser por la gracia de Dios”. Me pasa, en más de una ocasión, que ante la tesitura de emitir un juicio personal sobre materias candentes, no alcanzo a tener la clarividencia para hacerme cargo de los diversos vectores que convergen en esos pocos segundos en los que se toma la decisión de obrar el bien o de hacer el mal. Una decisión que puede cambiar drásticamente la biografía personal y acarrear, asimismo, daños irreparables al prójimo.
Quizá sea este tono amable de las reflexiones de Arendt lo que me atrae de sus escritos. Conociendo el terreno agreste en el que nos movemos para valorar éticamente una conducta, escribe la autora: “solo si aceptamos que existe una facultad humana que nos permite juzgar racionalmente sin vernos llevados o bien por la emoción, o bien por el interés propio, y que al mismo tiempo funciona de forma espontánea (…), solo si damos esto por sentado podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna esperanza de pisar suelo firme”. Una facultad humana independiente, no basada en la ley ni en la opinión pública. La ética clásica llamó a esta facultad “sindéresis”, es decir, la capacidad inherente al ser humano de distinguir el bien del mal, descubriéndolos en sus múltiples envoltorios. Ética casera que nos lleva a cuidar los protocolos sanitarios para no exponer a los nuestros y al prójimo con salidas imprudentes. Ética en los negocios para no aprovecharse de la desesperación del ciudadano subiendo descaradamente los precios de los productos. Ética pública para obrar con justicia y resistir a las tentaciones del poder, el oportunismo y la propia fragilidad.
Ciertamente, ni el “curso ineludible de la historia”, “la fuerza de los hechos”, “las costumbres del momento” (“todo el mundo lo hace”), “las leyes del mercado” son motivos para eludir la responsabilidad moral de nuestros actos. Tomarse su tiempo, examinar las cosas y sacar las propias conclusiones ayuda a no dejarse llevar por los malos vientos del temporal. Y dice Arendt que “los mejores de todos serán aquellos que sólo saben una cosa con certeza: que, pase lo que pase, mientras vivamos, tendremos que vivir con nosotros mismos”. Es decir, si participo en tal entuerto, ¿estoy dispuesto a vivir conmigo mismo sabiéndome hacedor de esa injusticia, podré vivir tranquilamente amasando dinero a costa de la desgracia ajena? Sí, más de uno ni por asomo se hace estas preguntas, estos reproches sólo pueden aplicarse -lo afirma Arendt- “a las personas que están acostumbradas a vivir explícitamente consigo mismas, lo cual es otra manera de decir que su validez solo será plausible para los hombres con conciencia”.
Es tremendo lo que nos recuerda Arendt: hacer el mal y dormir tranquilo es señal de falta de conciencia. Hacer el mal y no dormir es indicio de que aún se tiene un rescoldo de conciencia y se está dispuesto a rectificar. Ni el fariseo ni el publicano me son ajenos. Y quiera Dios que no perdamos la buena conciencia para procurar hacer el bien y evitar el mal.