George Orwell (1903-1950) es el seudónimo de Arthur Blair, un escritor inglés, cuyas novelas “1984” y “Rebelión en la granja” lo hicieron muy popular en la segunda mitad del siglo XX. A 70 años de su muerte, su testimonio de coherencia entre palabra y vida, hacen que su obra y biografía sean atractivas para nuestro tiempo.
Simon Leys (1935-2014), en un texto corto (“George Orwell o el horror a la política”), sugestivo y bellamente escrito, recoge algunos rasgos esenciales de este narrador inglés. “Rebelión en la granja” y “1984” se prestan para hacer de ellas una lectura política. “1984” es, asimismo, una de las mejores distopías escritas en el siglo XX. Su denuncia a los totalitarismos de la época –la novela la escribió en 1949- la hicieron popular en Occidente: el experimento soviético quedaba puesto al descubierto en toda su descarnada realidad.
Luchó contra el fascismo y denunció todo totalitarismo. Se definió como socialista, y vio en la aventura comunista, la verdadera amenaza para el socialismo. Decía de sí mismo que era un “anarquista conservador”. Desde su perspectiva, una revolución tiene sentido cuando conserva su pasado, no cuando destruye y quiere empezar de fojas cero.
De religión anglicana, aunque no fue un practicante, ni mucho menos. Rechazó todo arrebato místico religioso o socialista. Escribió con precisión cartesiana: claro, objetivo, con un respeto exigente al sentido de las palabras. Tienen sus escritos la transparencia de un vidrio, pero quizá por eso mismo –señala Leys- “el deseo de claridad puede convertirse en un rechazo del misterio y terminar limitando el campo de las percepciones. El estilo de Orwell es a la literatura un poco lo que el dibujo de línea a la pintura: su rigor, naturalidad y precisión son admirables, pero algunas veces se echa en falta una dimensión”.
Esto se lo hace notar Evelyn Waugh –otro gran novelista inglés- a propósito de “1984”. Le dice: “El libro no ha conseguido ponerme la piel de gallina. Creo, para empezar, que su metafísica no se sostiene. Usted niega la existencia del alma (o, al menos Winston la niega) y, por tanto, frente a la materia sólo puede oponer la razón y la voluntad. Ahora que se ha demostrado que en determinadas condiciones la materia es capaz de controlar la razón y la voluntad, ya no le queda a fin de cuentas más que la materia”. Fe humana en la palabra, pero no fe en Dios; horizontalidad sin verticalidad en sus escritos.
Orwell siempre Orwell, duro con el capitalismo y con el comunismo. Clásico, muy clásico, en cambio, en lo esencial: hacer el bien y evitar el mal. Lo dice así: “El capitalismo conduce al desempleo, a la competencia feroz por los mercados y a la guerra. El colectivismo lleva a los campos de concentración, al culto al jefe y a la guerra. No hay manera de escapar a este proceso a menos que una economía planificada pudiera combinarse con una libertad intelectual, algo que sólo sería posible si se lograse restablecer el concepto del bien y del mal en política”.
Esta visión socialdemócrata de Orwell no me resulta afín. Coincido, no obstante, con su deseo final: entre nosotros abunda la mala política, nos falta a gritos la buena política. La crisis de la política actual es, en sus raíces, una crisis ética.