Andrés Amorós tiene pluma fluida, mirada curiosa, buen humor y se maneja en varios registros de escritura. En esta ocasión se trata de una colección de breves historias que recogen retratos, estampas e instantáneas de personajes reales o ficticios contadas con buen gusto, sin tremendismos altisonantes. Historias que cualquiera de nosotros podría haber conocido. De estas escenas versa su libro Retratos. Historias verdaderas y fingidas (Fórcola, 2024).
A uno de sus personajes le recomendó la lectura de los clásicos. Le interesaron, pero se percató de que este amigo “se fijaba mucho más en las ideas que en la belleza de la forma”: la sensibilidad estética no era su fuerte (cfr. p.48). Con este comentario me sentí aludido, pues suelo leer literatura clásica y contemporánea que tenga fondo y sea bellamente expresado. La sola floritura no me atrae y prefiero la narrativa y la poesía que dice algo con ingenio, hondura: contenido y forma, en ese orden.
Otro de sus retratados leyó un buen día una reseña que el autor hizo de uno de sus libros. Le dijo: “Además de generosa, su reseña está bastante bien. No dice demasiadas tonterías. Ya es bastante en los tiempos que corren… Pero ha de leer mucho más”. Amorós se toma la vida con bastante filosofía y no se toma a sí mismo tan en serio. Por otro lado, es un buen consejo esto de leer mucho más. Se gana en profundidad, altura, horizonte y, también en humildad. No dejamos de aprender y asombrarnos ante descubrimientos escondidos en las ranuras de los escritos. Este asombro suele pasar cuando, al cabo de poco o mucho tiempo, releemos textos y volvemos a descubrir la pólvora.
Este mismo personaje, igualmente, lo animó a moverse por los otros caminos del arte: pintura, escultura, música, cine. Él le enseñó, comenta Amorós, “mucho más que la mayoría de los profesores que me dieron clase en la facultad: me dio pistas sobre nombres, lugares, lazos ocultos entre diversas parcelas del arte. De él aprendí, sobre todo, curiosidad, libertad de espíritu, ganas de trabajar y de disfrutar de todo lo bueno de la vida (p. 59)”. Es una maravilla encontrarse con maestros magnánimos dispuestos a desarrollar las vetas del buen saber y del buen querer anidados en el alma de las personas.
Otro de sus amigos era un músico: “No tenía la vanidad del artista divo, sino el amor a la obra bien hecha del honrado artesano. Dominaba su oficio (p. 89)”. Todo un programa de vida. Nos recuerda aquel dicho de Antonio Machado: “Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas”. La tarea, la obra, el trabajo bien acabado; no sólo hacer muchas cosas, en menos tiempo, sino hacer lo debido y hacerlo con empeño, ya sea la obra pequeña o grande, modesta o compleja. Se agradece esa dedicación en cualquier oficio, un trabajo al que le ponemos colocar la firma porque lo hemos puesto todo. Calidad, dedicación, seriedad, pericia, estudio son los ingredientes adecuados para la buena obra del artesano honesto. Un modo de hacer florecer la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios.
De un famoso dramaturgo dice Amorós: “Tenía cerca de ochenta años, pero conservaba la mirada y la sonrisa de un niño pequeño. Pocas veces he conocido a un anciano con un aspecto tan alegre, como un niño feliz (p. 95)”. El espíritu alegre y jovial vitaliza el cuerpo, se nota en la mirada. Tantas veces, es el espíritu quien levanta al cuerpo y colorea el ánimo. Encontrarse con rostros alegres anima. La alegría, como el bien, es difusiva. En cambio, los pincha globos enrarecen el clima vital, con sus expresiones ácidas y su tono desencantado. Enhorabuena si aprendemos a envejecer sin acidez espiritual.
Retratos, un libro para disfrutar, pensar y sonreír.