Las enseñanzas, viviendo al lado de San Josemaría en Roma, fueron las más importantes y decisivas de mi vida, para ver la realidad y estar bien situado, para lo que había que hacer en el mundo.
Los que estaban a mi lado, muy jóvenes como yo, experimentaban exactamente lo mismo. En esos años romanos vivíamos asombrados y admirados de lo que escuchábamos, y entendíamos que, para todos nosotros, significaba un gran reto y una decisión más firme de querer ser santos.
50 años después
Han pasado más de 50 años y no ceso de agradecerle a Dios, cada día, por haber tenido esa ocasión maravillosa, vivir con un santo y con muchos que apostaban por la santidad.
Puedo decir ahora, a la vuelta de los años, que haber estado en Roma, al lado de San Josemaría, ha sido para mi, la mejor experiencia de mi vida, que implicaba una grave responsabilidad: transmitirle a los demás lo que vi y aprendí. Ser testimonio.
Los pastores que estuvieron en el establo de Belén, cuando nació el niño Jesús, no solo quedaron asombrados y felices de lo que encontraron, sino que nació y creció en ellos, el grato deber de anunciar a todos, lo que habían visto: dar la noticia de la Buena Nueva.
La Obra que Dios quiso
En los años 70 del siglo pasado San Josemaría nos contaba que el Opus Dei era un conjunto de cosas imposibles para muchos ojos humanos, pero posibles por el querer de Dios, que “estaba empeñado en que la Obra se realice”.
Las personas que estuvieron a su lado en los inicios, tuvieron fe y fueron fieles seguidores de un santo que les presentaba un camino, que en esos tiempos era una auténtica locura, “me llamaban loco” nos decía San Josemaría, “pero loco de amor a Dios”
El sufrimiento por los que se alejaron de él
En medio de un sinnúmero de ajetreos y contradicciones, lo que más le dolía, e incluso le hacían llorar, eran las persona que le dieron la espalda y se apartaron, “sin despedirse” nos decía con pena San Josemaría. “Se escapaban las almas como se escapaban las anguilas en el agua”
Los que traicionaron a Jesús
Jesucristo sufrió, y continúa sufriendo, muchas traiciones, gente que tenía una fe grande, que parecía muy sólida, que estaban cerca de él, siguiéndole, y que de pronto, de la noche a la mañana, de una manera sorpresiva, tomaron por su cuenta la determinación de no seguir por ese camino que habían emprendido, y se fueron sin más.
El Señor deja a todos en libertad, pero el dolor de los que se separan de Él es muy grande.
Las decepciones de la ingratitud
Todos los santos han sufrido decepciones de sus seguidores. San Josemaría se volcó con muchos que luego le dieron la espalda, les había ayudado, sacándolos adelante, dedicándoles tiempo, consiguiéndoles los medios que necesitaban para mejorar sus proyectos de vida y de pronto, sin decir nada, se fueron apartando, hasta abandonarlo todo, porque tenían otros intereses.
San Josemaría sufría, no porque hayan tomado una decisión distinta, eran libres, sino por la ingratitud y la falta de correspondencia.
Nos enseñó que “amor con amor se paga” y que la mayor alegría que le dábamos era nuestra lealtad y fidelidad. A los que, por distintas razones le dieron la espalda, los seguía amando mucho, aunque era inevitable el sufrimiento que padecía: “también me he sentido como Jesús en el huerto” decía mirándonos con cariño.
A Jesucristo lo dejaron solo, nadie lo acompañó, ni siquiera los apóstoles. Jesús se había volcado con muchísima gente y ninguno supo estar a su lado cuando más lo necesitaba. Los santos, como San Josemaría, han tenido esta dolorosa experiencia de la ingratitud humana.
No ser ingratos con las personas que nos quieren
El Papa Francisco en la JMJ de Lisboa les decía a los jóvenes que piensen en las personas que los han querido de verdad, en sus padres, abuelos, parientes, sacerdotes, profesores. En las personas generosas que los han querido mucho y que todavía los quieren, les pedía unos minutos para reflexionar y luego llenarse de agradecimiento.
Todos tenemos una deuda con los que más nos han querido, no los tengamos lejos, acerquémonos nosotros, paguemos con amor esa deuda de amor y así creceremos en el amor. La correspondencia nos hace grandes, no podemos ser ingratos. La ingratitud es un desorden, es como un bumerang, que a la larga nos llenará de tristeza.
En los inicios del Opus Dei
“Me puse a trabajar, y no resultaba fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad. Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más” (San Josemaría).