Tiempos inciertos, momentos indefinidos, algo así se puede oler en el ambiente de la extraña realidad peruana que sucumbe con facilidad a lo inesperado, porque deja que ocurra, como si existiese un gen especial que nos dijera que hay que permanecer estáticos para dejar que suceda lo impredecible, aunque ya sabemos que puede ocurrir.
Las adivinanzas en la escena nacional son harto conocidas, ya no existen conejos ni sombreros, ni magos ni adivinos, porque los artistas de las cartas escondidas bajo la manga de la nueva maldad se encuentran legislando o boicoteando, desde el Congreso y el gobierno, desde los medios y los “partidos” de alquiler y renta fija.
Pedimos en el debate incierto un “resucitador del alma herida y el corazón sangrante”, sin embargo, no convulsionamos, no entramos en cuidados intensivos, ni siquiera en la sala de urgencias, porque padecemos el síndrome de la indiferencia y eso no se cura, es inherente a los que huyen de la tenacidad y de las responsabilidades que como ciudadanos, nos obligan a no callar, a no tolerar, a no permitir que se destruya la nación.
Pero como la terquedad es el ADN que más nos une a todos los peruanos, las sinrazones no nos agobian y seguimos caminando en mil rumbos contrapuestos, teniendo una maravillosa carretera de la libertad abandonada, porque le pusimos un frágil pavimento llamado democracia.
Entonces viene la pregunta con una carga de exigencia desesperada que nos dice: ¿Por qué los empresarios no participan en política? La respuesta es múltiple y se dirige a varios frentes. Primero, hoy en día la política es la antítesis de lo que significaba en sus principios, porque se ha transformado en destrucción y avasallamiento. Segundo, los empresarios no tienen cualidades delincuenciales, ni antecedentes contra la Patria. Tercero, el criterio, la sensatez y la tenacidad, son virtudes que sirven para empujar el esfuerzo y la iniciativa privada hacia el éxito constante, sostenible en el tiempo.
Ese panorama se enfrenta –para subsistir- a la política, al disparo constante de la legislación dañina y cobarde que quiere extraer de lo ajeno, todo lo que contribuye al progreso y el desarrollo del país. Los políticos odian a los empresarios, los políticos envidian el talento empresarial, los políticos les tienen miedo a los empresarios, desde el más chiquito, hasta el más grande.
Nuestra nación no necesita políticos, requiere empresarios descontaminados de cercanías políticas. Nuestra nación urge del ejemplo empresarial que sabe invertir bien, que conoce el país, que convoca a los mejores, que obtiene resultados y paga impuestos y contribuye adicionalmente a dar esperanza a los trabajadores y sus familias, a las comunidades con las que se relaciona.
Hoy es necesario que los empresarios coloquen la Agenda Anual del país, con exigencias en lo económico, seguridad, educación, salud, integración, promoción de los jóvenes, despegue de las inversiones y en especial, así se moleste quien sea, en el orden democrático nacional, por el cual, se debe y tiene que decir, lo que debe y tiene que hacer el Congreso, el gobierno nacional y cada uno de los gobiernos regionales, tres estamentos dedicados al dispendio y el escándalo, a la corrupción y la impunidad.
No es necesario reordenar, sino ordenar un destino, señalar el camino, castigar los desvíos. ¿Y por qué este imperativo? Porque es la única solución al país que sigue desmayado y aturdido, sin rumbo fijo, perdido en sus cuatro muros de vagancia permanente y aplausos por encargo.
Más de un millón quinientos mil empleados públicos es algo escandaloso cuando en ese mercado de cobradores y fantasmas, no se produce resultados sino retroceso y muerte.