Después de la ley de vacunas, las deudas multimillonarias que nos han dejado, tanta ley sobre ley que en vez de ordenar y facilitar la vida ciudadana la han venido a complicar, nos damos cuenta de que ser Diputado debiera ser una noble profesión digna de gente que realmente sepa para qué existe el Congreso.
Lo triste es que nuestro Congreso desde hace décadas ha sido formado por gente sin formación. No saben de economía, aunque tengan el título. No saben de finanzas, y por eso creen que un gobierno que regala dinero es exitoso, sin entender que el dinero que el Estado maneja no es del Estado, sino del pueblo que le paga. Han logrado que el pueblo los desprecie, aunque al verlos les rinde pleitesía. Esa pleitesía deriva del temor que infunden algunos, y otros, de pensar “si lo trato bien quizás mañana me ayude con…” Está tan mal el que piensa así como el diputado que abusa de su poder. Ven el Congreso como el camino fácil a la riqueza, a la fortuna.
Ser diputado en la antigüedad era reservado a la gente más docta, más estudiada y leída, era para quienes conocían más sobre el país, el Estado, el mundo. Era algo digno. Los diputados eran gente que ya era rica, o a la que la riqueza no le interesaba. Y así es como debiera de ser. Pero eso no es lo que se ha hecho creer que es la democracia. La democracia dicta hoy día que el Congreso debe ser integrado por gente de todo tipo, aunque no tengan ni idea de que van a tratar. No importa que no sepan como se hace una carretera, o que se necesita para generar empleo, mejorar la salud o la educación. No importa si no tienen idea de nada.
Un diputado debería de tener la humildad de entender que no lo sabe todo, pero tiene la obligación de informarse porque su voto influye en lo que suceda con el país a corto, mediano y largo plazo. Por ello, su éxito, como el de cualquier líder, recae en asesorarse de gente especializada, que sepa de qué hablan. Gente que mide, pese y calcule, no cuánto puede echarse al bolsillo sino en las repercusiones que sus acciones puedan tener para el país. Que tenga dos dedos de frente para entender que sus hijos, sus nietos, sus hermanos, sus sobrinos tendrán que afrontar las consecuencias de sus actos.
Ser Diputado, con mayúsculas, debiera ser un honor, un sacrificio por la patria, no un premio. Hombres y mujeres excelsos que entiendan que servir al país es una responsabilidad inmensa, con la claridad de saber lo que significa para el presente y el futuro del país. Para ello, además de dos dedos de frente, debieran amar a la patria, sentirse orgullosos de ser guatemaltecos, debieran conocer nuestra Historia verdadera, y comprender que sus acciones tendrán consecuencias para todos los ciudadanos. Algunos quizás pensarán “qué le importa a un campesino de Quiché lo que suceda con la ley de puertos” por ejemplo.
Si es un Diputado y no un diputado, sabe que ese campesino necesita un puerto que funcione para que lo que produce pueda ser exportado. Que una SAT eficiente implica mayor agilidad para el pago de impuestos, incluyendo para la rápida entrada de productos importados y salida de los que van al exterior. Sabría que para ello, es indispensable que las carreteras y los puentes se mantengan en buen estado, y que no existe país desarrollado sin tren.
Un Diputado comprendería que cuando hay competencia, se abarata el precio y mejora la oferta porque para captar clientela se debe competir, valga la redundancia. Es la libre competencia, y no el antojo del burócrata de turno, lo que debe determinar el precio del producto o del servicio. Y esto aplica también para educación, salud e infraestructura.
Un Diputado sabría que con la salud del individuo no se debe de meter. El Estado no tiene ningún derecho de decirle a una persona si puede o no inyectarse algo, y que su obligación reside en informar a la gente de lo que implica hacerlo o no hacerlo. Sea droga o medicina, informar es lo que haría la diferencia. Nadie en su sano juicio se inyectaría heroína si sabe lo que hace a su organismo, y sí una vacuna que está ampliamente demostrado sí cura una enfermedad. Es una elección que debe ser libre, voluntaria e individual para todo mayor de edad. El Estado no tiene el derecho de decirnos cómo vivir, qué comer, o cómo criar a nuestros hijos. Obvio, el límite inicia dónde empieza el abuso real.
Son temas delicados que no pueden ser tratados a la ligera. El bien del país no es cuestión sin importancia que pueda ser decidida por gente ignorante, hambrienta de fortuna, sin escrúpulos, y sin visión de país.
Pero la realidad es que tenemos lo que tenemos y eso seguiremos teniendo hasta que los que sí tienen estas cualidades no se bajen de sus “tronos” salgan de su zona de confort y decidan sacrificarse por el país. Decimos que el Congreso es una basura, pero pregunto ¿qué hacemos para cambiarlo? Y ojo, quemar el edificio es un delito contra todos, porque es patrimonio nacional.