“Ama a tu prójimo como a tí mismo”: eso nos enseña la Biblia. Ni más ni menos, ¡Como a tí mismo! Esta frase, tan simple aparentemente, es la más difícil de aplicar, pues ¿cómo vais a amar a otro si no os queréis a vosotros mismos? ¿Tratando de amar al otro más que a vosotros mismos?
Yolanda Couceiro PERIODISTA yolanda.info
Ya hemos visto lo que ha producido en épocas pasadas ese amor desbordante: derramamientos de sangre, amontonamientos de cadáveres de todos los que amábamos demasiado como para dejarlos vivir en la ignorancia y el pecado y que enviábamos prematuramente a Su creador. Desde entonces, las iglesias cristianas han corregido sus errores. Es cuanto menos extraño que ahora esas mismas iglesias nos pidan que toleremos esos errores en otros, con la excusa del respeto a la diferencia cultural y la libertad confesional.
¿Será tal vez que para estas iglesias algunos son más prójimos que otros? Es decir, ¿que los prójimos llegados de lejos son más hermanos que los cercanos de los cuales se han ido alejando poco a poco? Porque cerrar los ojos sobre los abusos del prójimo que atraemos con el gran aspirador de amor que tenemos en lugar de conciencia, ¿no es tal vez, al mismo tiempo, una señal de falta de amor por el prójimo cercano que va a padecer esos abusos?
¿Es que el traficante de drogas extranjero es más mi prójimo, que el joven nacional drogadicto? ¿Es que el asaltador importado es más mi prójimo, que el comerciante que tiembla ante su brazo armado?
También está escrito: “Tenía hambre, y me diste de comer. Tenía sed, y me diste de beber. Tenía frío y me diste un techo”. Esto es verdad y debe ser siempre la línea de conducta no sólo de cualquier cristiano, sino de toda persona de bien.
Pero no está escrito en ningún sitio: “Tenía ganas de poder, y me diste armas. No tenía más que una mujer, y me diste dos más. Necesitaba dinero, y me proporcionaste clientes para mi droga. Era pobre, y me permitiste robar. Huí de mi país por la guerra y me autorizaste a violar niños en la casa que me acogió”.
No me opongo a amar a mi prójimo, siempre que el amor sincero que le doy no signifique la humillación, la desolación y la desesperación para otros prójimos que también merecen mi amor. El buenismo no es una prueba de amor, sino una señal de indiferencia, una suerte de baba amorosa universal muy cómoda pero desconectada de toda responsabilidad real. El que ama debe ser exigente y firme, no puede tolerar cualquier comportamiento, ya que tolerar lo intolerable, es mirar sin ver, es disfrazar su debilidad en amor, por lo tanto no amar en absoluto.
Amar tu prójimo es abrir los ojos a los bienpensantes que los cierran ante la realidad. Amar a tu prójimo es permitirle ser independiente y digno, y no hacer de él un número en las estadísticas de la asistencia social que no sirve más que a engordar algunos izquierdistas muy generosos con el dinero ajeno. Amar a tu prójimo, es ser severo pero justo. Lo demás no engendra más que odio y caos.
Evidentemente, me van a recordar que la Biblia nos invita también a poner la mejilla izquierda si nos golpean la mejilla derecha. Pero para poder poner la otra mejilla, primero hay que estar vivo, y cuando os arrancan la cabeza, ¿qué otra mejilla podéis poner? Cuando das tu vida para satisfacer el odio de un terrorista, ¿qué otra vida vas a poder ofrecer a tus prójimos?
Por mi parte, considero que mis prójimos y mis conciudadanos merecen algo más que un angelismo bobo si quiero que vivan en paz con el “otro”, ese al que hemos generosamente abierto la puerta de nuestra casa para que sea una parte de nosotros, para que se convierta realmente en un prójimo al que amar, sin preguntarle primero si por su parte está dispuesto a pagarme con la misma moneda, o si por el contrario piensa en saltarme a la garganta a la primera ocasión.
A nadie le pediré que reniegue de sí mismo, que se arrastre a mis pies, que borre en él todo cuanto difiere de mí, que renuncie a su identidad. Pero le exigiré el respeto por mi propia diferencia, por mi cultura, por las leyes y las costumbres que lo acogen en su seno. Le recordaré los deberes del hombre que van de la mano con los derechos que le otorga mi país. Eso es el amor al prójimo bien entendido, eso es una relación responsable con el “otro”, sin fobias, sin tener en cuenta el color de la piel y la pertenencia étnica.
Todos los hombres son hermanos. Todos deben aceptarse en su diferencia. Eso dice nuestra religión, esa en la que venimos viviendo desde hace 2000 años, y que empapa toda nuestra cultura, vayamos o no a la iglesia o creamos o no en santos y vírgenes. Pero mientras el respeto no sea recíproco, mientras que algunos, en nombre de la diferencia cultural, tratan a sus mujeres como a bestias de carga, mientras que en algunos espíritus haya una diferencia entre la “casa de la paz” y la “casa de la guerra” (Dar al-Harb y Dar al-Islam), poner la segunda mejilla equivale a un suicidio colectivo. El principio de la mejilla ofrecida no puede aplicarse más que cuando estamos en presencia de dos sistemas de valores compatibles.
En los últimos 30 años, la población musulmana en España se ha multiplicado por 20. En 2017, las estimaciones son de cerca de 2.000.000 adeptos del islam en nuestro país, aunque nuestras autoridades tratan siempre de rebajar esa cifra, para no perder la costumbre de engañar a la gente. Si este ritmo desenfrenado continúa, ¿cuántos millones de musulmanes vivirán en España dentro de 10 años? Limitando la inmigración musulmana, también limitaremos la importación de principios intolerantes como los que existen en el seno del islam. El islam es la guerra, cuanto más islam tengamos más cerca estaremos de ella.
Os invito a releer el libro de Ayan Hirsi Ali, esa somalí condenada a muerte por una fatua, que vive hoy como refugiada en los EEUU. En él Ayan nos exhorta a no tolerar el establecimiento de un islam intolerante y conquistador en nuestras latitudes. Al tolerar eso, los bienpensantes impiden a los musulmanes moderados deseosos de integrarse a la sociedad occidental de reformar el islam, de adaptarlo a las necesidades y realidades de la modernidad. Mientras tanto, millones de mujeres continúan padeciendo los efectos de un código del honor medieval: matrimonios forzados, analfabetismo, dependencia, malos tratos, asesinatos de honor…
Actualmente, en este principio del tercer milenio tan orgulloso de sus logros, más de 200 años después del siglo de las Luces, 9 matrimonios de cada 10 en la comunidad turca de Berlín son matrimonios forzados, las jóvenes musulmanas son regularmente molestadas, violadas y consideradas como ciudadanas de segunda clase bajo el doble velo de la omertá y el buenismo de nuestros gobiernos locales. Después de décadas de luchas por la igualdad de las mujeres, he aquí que la discriminación más grosera y brutal aparece en nuestros países, apoyada por la negación de nuestra clase política de enfrentar los abusos y exigir un esfuerzo de integración a las poblaciones inmigrantes.
Hacer ese esfuerzo no significa renegar de uno mismo ni renegar de su cultura, es dar un paso hacia la libertad y permitir un acercamiento y una verdadera emancipación en la diferencia y el respeto mutuo. Combatir los abusos, es dar más oportunidades a la convivencia pacífica, es amar su prójimo sin complacencias, sin cursilerías, sin sentimentalismo, es realmente preocuparse de los demás, es comportarse como ciudadanos responsables.