En momentos de aprensión e incertidumbre, el primer y sagrado pensamiento de los católicos siempre ha sido volverse a María.
Cuando la Encarnación del Verbo en el seno purísimo de María fue revelada a los Ángeles, Lucifer pronto se sublevó, provocando la mayor batalla de la Historia: la que se libra entre quienes siguieron su grito de desobediencia y el fiel ejército comandado por San Miguel. Expulsadas al abismo, las fuerzas de las tinieblas no cejaron, sin embargo, en arrojar su humo sobre la luz del Altísimo.
Desde el pecado original, pasando por los ardides preparados contra el pueblo elegido y contra el mismo Cristo y sus seguidores, la artillería diabólica no conoce tregua. El diablo ronda las almas como el león acecha a su presa (cf. 1 P 5, 8). Por eso exhorta al Apóstol a orar sin cesar (cf. 1 Tes 5, 17) y a usar armas espirituales capaces de destruir las fortalezas del mal (cf. 2 Cor 10, 4).
No hay duda de que, después de la Santa Misa y el Oficio Divino, el Rosario es el arma más potente contra la milicia infernal. Además de haber sido instituido por la propia Reina de los Ángeles, contiene las dos oraciones más perfectas -el Padre Nuestro y el Ave María- en una batería continua de súplicas que busca atacar a la serpiente antigua.
Dado que comienza con el Credo y la cruz, el Rosario también revela que el fundamento de nuestra batalla es la fe, cuyo fin es la gloria de la Santísima Trinidad, proclamada en oraciones repetidas al final de cada misterio.
Finalmente, como himno final, la Salve Regina expresa nuestra gozosa y humilde alabanza a la Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra.
Hoy, como ayer, en la profunda crisis que afecta a las más variadas esferas de la sociedad, el Santo Rosario sigue siendo el arma más eficaz de la descendencia de la Virgen (cf. Gn 3, 15).
Si, a lo largo de la historia, su rezo ha logrado tantas victorias contra la herejía, la persecución y el fraude diabólico, es fácil concluir que no hay poder humano o sobrenatural capaz de detener la marcha victoriosa de los hijos de la Reina del Rosario.
Si nosotros católicos, que con la ayuda de la gracia divina aspiramos a mantener la plena fidelidad a la Santa Iglesia, su inmutable doctrina y su indefectible moralidad, mantenemos en nuestras manos la corona mariana, nada, absolutamente nada, tendremos que temer. Frustrados serán los embates de los “hombres malvados” que “se han colado entre nosotros” (Jd 1, 4), como “las olas embravecidas del mar, que arrojan la espuma de su desvergüenza”. (Jd 1, 13).
Aunque las apariencias puedan decir lo contrario, será también a través de esta implacable arma contra el poder de las tinieblas como se obtendrá el mayor triunfo de la verdadera Iglesia, es decir, el advenimiento del Reino de María. Y, como consecuencia natural, contemplaremos el derrumbamiento total del imperio construido por Satanás sobre una base de humo, exactamente en la era histórica en la que creyó ver, incluso dentro del templo sagrado, su victoria definitiva.
(Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelho n. 238, octubre de 2021).