El primer silencio fatal es el sísmico. Los expertos dicen que como hay mucha energía acumulada algún día llegará un gran terremoto, aunque se repita, con lógica humana, de que “guerra avisada no mata gente”; si llega a producirse un sismo de gran magnitud, moriran inevitablemente miles de personas.
Es evidente que las grandes mayorías viven sin tener muy en cuenta las advertencias y pensando además que podrían existir muchos factores o circunstancias que no se pueden predecir con tiempo para ponerse a buen recaudo.
El otro silencio fatal es el epidemidiológico, que lo hemos vivido con la pandemia en los últimos años. No se conocen con claridad los verdaderos motivos que llevaron a las autoridades a ocultar información. Se creó un clima de incertidumbre donde aparecieron muchas “teorías” de los que pretendían explicar lo que estaba sucediendo, sin tener argumentos serios y de fondo. En ese clima de inestabilidad, cargado de noticias falsas, los corruptos y delincuentes aprovecharon para hacer sus “negocios” perjudicando a muchísima gente.
El rechazo de la mentira y de la hipocresía
Frente a la avalancha de mentiras creció el hartazgo de la población. Todos pedían que se diga la verdad y no se oculte nada, sobre todo cuando se trataba de salvar vidas humanas. La ausencia o falta de información persistía, y todavía persiste, por falta de categoría humana de los que tienen que darla. “No se le pueden pedir peras al olmo”; la solución no puede venir de las mismas personas que están habituadas a mentir y a ocultar información.
Si profundizamos para descubrir la causa de estos problemas, llegariamos a la consabida afirmación: es el “príncipe de la mentira” (el demonio) que se mete, sin permiso en la vida de las personas que están debilitadas por el pecado y les tapa la boca. “El infierno está lleno de bocas cerradas”.
La falta de advertencia, el no decir la verdad por miedo o complicidad resulta fatal para la felicidad del ser humano. Los seres humanos debemos amarnos unos a otros y eso implica una comunicación basada en la confianza mutua.
El desconfiado calla, no suelta los datos, se lo guarda todo para él. El delincuente oculta sus fechorías, el egoísta que solo piensa en sí mismo, no transmite, no tiene una comunicación fluida, no se fía de los demás y entonces guarda muchos silencios.
El empresario o dueño y los jefes que tienen a su cargo personas que dependen de ellos, si no están cercanos a sus subordinados, marcan distancias donde se multiplican silencios administrativos, que suelen ser, casi siempre, faltas de delicadeza e incluso de caridad con las personas dependientes.
Los malos silencios en el hogar
También dentro de la familia, cuando alguien calla y hace las cosas para que no se enteren los demás, puede estar traicionado a sus seres queridos. Las traiciones dentro de las familias están a la orden del día, en todas las direcciones.
Las personas que no son sinceras, por miedo o porque piensan que tienen derecho a no decir las cosas, terminan siendo víctimas de su falta de claridad y comunicación.
El diablo las tienta para que no reconozcan sus errores y no admitan su culpabilidad, también tienta para que el pecador se quede callado y no diga nada.
San Josemaría prevenía del “demonio mudo” y animaba a todos a ser salvajemente sinceros, a decir en primer lugar lo que no queremos que se sepa por vergüenza.
Las personas que dicen la verdad son las más felicies y más libres. (P. Manuel Tamayo).