La izquierda, esa masa amorfa, agresiva y violenta que se hace rellenar con nombres como progresismo, socialismo, comunismo, frenteamplismo, buen vivir, unidad popular, humanismo, centro liberal o tantas otras denominaciones que son como una marca de helados derretidos, es la gran culpable del desorden institucional que existe en el país, es culpable de la destrucción -consentida- de los partidos políticos y las poquísimas colectividades que se organizaron en algunos momentos de la vida nacional para ser fuente de debates e ideas. La izquierda, como un aparato de subversión y maldad permanente, solo ha servido para servirse de los demás, destruyendo anhelos, condicionando legitimidades, destrozando la legalidad existencial, porque vive de los escombros, anida en las cenizas, se unta de perversión y odio, para ponerse encima de los restos mortales de sus víctimas.
La izquierda es un ventilador de lo que produce y lo hace bien, porque se lo permitimos, porque muchas veces pensamos que nada va a pasar, pero resulta que es muy tarde cuando ocurre y ya no es posible reconstruir el camino. Sin embargo, hay una conciencia que crece, un ánimo que surge, desde las voces más jóvenes y los talentos más duchos, para construir una coalición democrática que tenga como centro de poder, la unidad de los no izquierdistas, de los no corruptos.
Es la urgencia de la Libertad lo que nos tiene que hacer dejar de lado las diferencias de celos, colores de un abanico rígido, discursos de intelectuales de las redes que no convocan a nadie, ni concitan nada que aglutine. Hay que dejarse de soberbias y vanidades, pero eso sí, se tiene que limpiar el espacio que nos une, porque no puede ni debe de haber una sola persona de riesgos de gestión, de aliento de corrupción y defensa de impunidades. Camino limpio, con gentes limpias, nada más, para comenzar.
¿Será eso posible? ¿Se dan cuenta ahora? Sin la izquierda, el diálogo democrático entre peruanos sería una costumbre de progreso.