Cada vez que se me presenta alguna oportunidad vuelvo a Santo Tomás Moro (1478-1535). Leer textos suyos o sobre él me resulta grato. Es un personaje para todos los tiempos y edades de la vida. Humanista entre los grandes, juez prudente, canciller de Inglaterra, político íntegro, ejemplo de ciudadano y cristiano comprometido con su tiempo. En esta ocasión he leído la obra de teatro “Tomás Moro” (Rialp, 2012), escrita por varios autores, entre los que se encuentra William Shakespeare. El prólogo del libro corre a cargo de Joseph Pearce, conocedor acucioso de Shakespeare, en cuidadosa traducción de Aurora Rice y Enrique García-Máiquez. Todo abona a generar interés por el libro.
La obra de teatro escrita hacia el año 1600, en una Inglaterra anglicana, pasó los filtros de la censura estatal. Tiene mucho mérito que se haya respetado el perfil y sentir de Tomás Moro, condenado a ser decapitado por alta traición durante el reinado de Enrique VIII, en una historia que nos es muy conocida. Moro se negó a reconocer la licitud del matrimonio de éste ultimo con Ana Bolena, así como su condición de cabeza de la iglesia anglicana en oposición a Roma.
Me ha llamado la atención que el texto acentúe el sentido del humor y la aguda ironía de Moro, muy patente en sus “Epigramas” (Rialp, 2012), como éste, por ejemplo:
“Has cantado tan mal que podrías ser obispo, pero has leído tan bien que no podrías serlo”.
Sentido del humor que acompaña, asimismo, a sus escritos políticos como la “Utopía”.
En la obra de teatro que comento, hay un acto en el que se escenifica el encuentro entre Erasmo de Roterdam y Moro. Como el primero no conocía presencialmente al segundo, Moro trama un juego. Hace que uno de sus amigos finja ser Moro, a fin de gastarle una broma a Erasmo. Éste pronto descubre el juego y con la misma gracia exclama:
“La mejor medicina, el buen humor. Capaz conserva el cuerpo, pues sabemos que la melancolía atora el flujo de la sangre y el aire; pero un erguido espíritu nos alarga los días con feliz ejercicio”. Tal para cual.
Durante su detención en la Torre de Londres recibe a su familia en varias oportunidades. A ellos se dirige con estas consoladoras y serenas palabras:
“Bienvenido, hijo. Bienvenidas, esposa e hijas. ¿Por qué lloráis? ¿Por qué vivo tranquilo? ¿No me veíais, cuando canciller, siempre agobiado por peticionarios? No podía dormir ni comer ni cenar en paz. Aquí no hay nada de eso. Aquí puedo sentarme a hablar con mi guardián durante medio día. Reíd y estad alegres. ¿Por qué habéis de llorar?”.
Así era el talante de Moro. Y, también, sabemos por sus escritos espirituales durante el encierro (“La agonía de Cristo”, por ejemplo) que la prisión nunca tuvo la comodidad de su hogar. Supo pasar por alto estas dificultades pensando en sus seres queridos.
Un hombre alegre en vida e, igualmente, alegre ante la muerte. A uno de sus amigos, camino al cadalso le dice:
“Aquí solo vengo a que me sangre el verdugo. Dice mi médico que es bueno para el dolor de cabeza”.
Las últimas palabras de Moro en la obra de teatro traslucen su fe y la convicción de que la vida no termina aquí:
“Nos vamos suspirando; y luego, a descansar. Aquí abandona Moro la risa. Y con razón: el loco, con su frágil vida de carne, muere. Que ningún ojo eche una triste lágrima. Nuestro nacer al Cielo tiene que ser así: vacío de temor”.
Tomás Moro, sabio, honesto, alegre. A él, que goza de la visión beatífica, me encomiendo devotamente.
Imagen referencial: futuros sacerdotes, Arquidiócesis de Barcelona, España