A la hora de dar un medio de formación lo hacemos partiendo de la mirada de quien ha puesto en Cristo el centro de su vida. Pero también lo hacemos con los ojos de las personas que nos escuchan, tratando de llegar al corazón de cada uno. Y todo esto lo realizamos con nuestros ojos, con nuestra propia personalidad que lleva a transmitir un mensaje cristiano auténtico y fiel a su sentido original.
San Juan acababa de volver de su destierro en la isla de Patmos. Se encontraba en la ciudad de Éfeso, donde afrontaría sus últimos años, cuando empezó a oír comentarios que ponían en duda la redención realizada por Jesús y negaban que fuera el Mesías. Así pues, el apóstol decidió escribir una serie de cartas dirigidas a las diversas iglesias de Asia Menor, con el objetivo de fortalecer la fe de sus oyentes y denunciar aquellas desviaciones. Y lo hace partiendo desde el fundamento que animó toda su predicación: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida (…), os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestra alegría sea completa» (1 Jn 1,1-4).
Con los ojos de Jesús
Hablar de Cristo es consecuencia de haber experimentado una profunda amistad con él. Es más, por las palabras del apóstol se podría deducir que es una necesidad para experimentar en toda su plenitud la alegría de ser cristiano. De ahí que el propio discurso refleje la felicidad de estar cerca del Señor. «Manifestad claramente el Cristo que sois –decía san Josemaría–, por vuestra vida, por vuestro amor, por vuestro espíritu de sacrificio, por vuestro afán de trabajo, por vuestra comprensión, por vuestro celo por las almas, por vuestra alegría» [1].
El prelado del Opus Dei comentaba en una ocasión: «En los medios de formación, cuando desarrollamos un tema, procuramos hablar de la conexión que tiene con el Señor. Porque llega un momento en la vida en que los simples deseos de perfección personal no mueven, no basta una lucha centrada en querer ser mejores. En cambio, cuando en la formación mostramos que el centro es el amor a Jesucristo y, por él, a los demás, la lucha sí que tiene sentido, porque lo que buscamos es unirnos más a él, y no simplemente hacer algo mejor» [2].
Este modo de impartir los medios de formación, en las labores de san Rafael, de san Gabriel y de san Miguel, es el resultado natural de una vida que tiene su centro en Cristo. Por eso, el objetivo de un medio de formación no es simplemente informar de los deberes que uno tiene que afrontar y de las consecuencias negativas si no se cumplen, pues «no basta una lucha centrada en querer ser mejores». Se trata más bien de ayudar a descubrir lo que significa para cada persona aquello que se está diciendo para poner a Cristo en el centro de nuestra vida. La belleza de amar a Jesús y de actuar como él mueve más que cualquier tipo de arenga.
Lógicamente, la vida cristiana conlleva una serie de compromisos, pero estos tienen su sentido porque posibilitan el trato y la unión personal con el Señor. Se trata de poner el acento en el porqué de ese mandamiento y destacar la libertad que obtenemos cuando acogemos la salvación y nos dejamos amar por Dios.
Con los ojos del otro
Si para hablar de la vida cristiana hace falta en primer lugar haber experimentado esa amistad con Cristo, es necesario también establecer una relación personal con los oyentes. El que habla siente la responsabilidad de que sus palabras sean lo más humanas posibles, porque así serán base para transmitir mejor las palabras de Dios y que lleguen al corazón de cada uno. El deseo de servir y ser útil a las personas que se encuentran delante conlleva ponerse en la piel del otro y plantearse: ¿qué es lo que interesa a estas personas? ¿Cómo puede resultar de utilidad aquello que voy a decir? Al mismo tiempo, el oyente se hará también preguntas similares: ¿qué tiene que ver esto conmigo? ¿Para qué me sirve?
Estas cuestiones pueden ayudar a la hora de preparar o de recibir un medio de formación. De este modo, el que lo imparte tratará de pensar y exponer con claridad y fuerza el bien, y la utilidad para cultivar la amistad con Cristo de aquello que está diciendo.
Para eso, las palabras y razones empleadas han de tener relación con la realidad de quienes escuchan, con su mundo y sus necesidades. Partiendo de aquello que para los oyentes tiene importancia, se crea una actitud atenta, pues perciben que van a escuchar algo que tiene que ver con su situación. Es el modo de hacer del Señor, que sale al encuentro de los asuntos que ocupan nuestro corazón y nuestra cabeza: «Dios no es (…) una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. (…) Ha bajado de su cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el “arte de vivir”, el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios» [3].
Quien comunica la fe busca abrir horizontes de pensamiento y de ejercicio de la libertad en sus oyentes. Y esto lo consigue cuando son realidades que ha integrado en su propia vida, y ha experimentado la utilidad y la belleza de aquello que está explicando, que le lleva a poner a Cristo en el centro de su vida.
Con mis propios ojos
El Evangelio nos muestra a los apóstoles con personalidades muy diversas. Andrés, más entusiasta y afable, no dudó en hablar a Simón de Jesús cuando apenas lo había conocido. Los hijos de Zebedeo, como buenos hermanos, tenían sus diferencias y sus cosas en común. Los dos eran ambiciosos, pero mientras Santiago tenía un temperamento más ardiente, la juventud y ternura de Juan le sirvió para experimentar una especial intimidad con el Señor. Pedro, más impulsivo y extrovertido, había sido llamado a ser Roca, cabeza de la Iglesia. Cada uno contribuyó a la expansión del cristianismo de modos muy diversos en función de su carácter, su propia experiencia y de la gente a la que se dirigía.
Dios también cuenta con nuestra personalidad y nuestras vivencias para hablar de la vida cristiana. Esto, como es obvio, no significa que inventemos de nuevo el sentido original del mensaje, sino que intentaremos profundizar en su contenido con nuestros ojos, para mostrárselo a los ojos de los receptores. Y esta tarea la realiza, con fidelidad al mensaje, cada uno a su manera, consecuencia de haber hecho propio el tema en cuestión. Más allá de repetir expresiones o emplear muchas citas –que en cierto sentido pueden dar una sensación de seguridad–, de lo que se trata es de entender en profundidad el mensaje y exponerlo con interés y deseos de ilusionar.
Esta asimilación personal de lo que se transmite se refleja también en la manera en que usamos imágenes, ponemos ejemplos y hablamos sin formalidades innecesarias. Es más apasionante hablar desde la propia autenticidad, fruto de una experiencia vivida y comprendida. Esto no es fácil, porque requiere en primer lugar dejarse interpelar por la vida de Cristo, para valorar con todo su esplendor lo que tenemos entre manos. Y esto se consigue contemplando el Evangelio, es decir, leyendo sus páginas con la mente y el corazón, dejándonos sorprender por su belleza y redescubriendo el bien que contiene.
Al dar los medios de formación así, seremos conscientes de que caben múltiples perspectivas al abordar un mismo tema, dentro de la amplitud y riqueza del espíritu de la Obra: cada uno puede aportar su contribución personal, hecha desde su propia experiencia y los conocimientos que ha obtenido. Esta realidad enriquece la exposición de la vida cristiana, pues no tratamos de agotar un tema, sino mostrar un aspecto que resulte de utilidad para las personas que nos escuchan y en un momento determinado. De este modo, aunque el contenido del que se hable se repita con una cierta frecuencia, resultará original y actualizado en el modo. «La belleza del Evangelio requiere ser vivida (…) y testimoniada en la concordia entre nosotros, que somos tan diferentes. Y esta unidad me atrevo a decir que es esencial para el cristiano: no es una actitud, una forma de decir. No, es esencial, porque es la unidad que nace del amor, de la misericordia de Dios, de la justificación de Jesucristo y de la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones» [4].
Mientras san Juan escribía aquellas cartas, san Pablo hacía lo mismo a cientos de kilómetros. Su vida había cambiado completamente después de aquel encuentro con Jesús camino a Damasco. No ya solo porque dejara de perseguir a los cristianos y se uniera a ellos, sino porque se había transformado el modo con el que miraba a Dios: su vida, que giraba sobre todo en torno a unas estrictas reglas que cumplir, se fundamenta ahora en ese encuentro personal con Cristo. Desde entonces, como el resto de apóstoles, toda su predicación consistió en transmitir lo que había recibido del Señor. Para esto, supo reconocer y adaptarse a las necesidades de las comunidades y personas a las que se dirigía con su particular estilo directo y vivo, que dejaba entrever la experiencia del amor de Dios. Sus cartas reflejan diferentes relaciones con los destinatarios: mientras que en algunas manifiesta su autoridad apostólica (cfr. 2Cor 10, 1-11), en otras se presenta suplicante como anciano y prisionero (cfr. Flp 9). Y siempre, con el deseo de transmitir la belleza de una vida junto a Jesucristo.