Hace muchos años, participar en una organización política, era consecuencia de la siembra de identidad, mucha admiración, compromiso fraterno y solidario, similitud de ideas, lealtad recíproca, necesidad “de estar” donde la ciudadanía sentía una especial devoción porque requería de todos el ayudar a construir propuestas, respuestas y liderazgos que conduzcan a un mejor presente, a un futuro digno para darle
continuidad al país, pero hacia el progreso y el desarrollo.
Parecía como cuando se entona un himno de la esperanza y grandes grupos de personas, en lenguajes comunes, sienten esa fuerza interna que los motiva a unirse en un camino de fraternidades y patriotismo. Era grato ser simpatizante, militante, dirigente, vocero o candidato del APRA, del PPC, Acción Popular o de una carta limpia en una baraja no muy grande de colectividades políticas peruanas que hacían mérito en su mensaje y conducta colectiva.
En una nación tan complicada y diversa, era importante fundar un partido político estable, con doctrina, con cuadros, con organización territorial, con mensaje y presencia activa, con planes de gobierno y escuelas de formación, con líderes que prestigiaban, sostenible en el tiempo y sostenido en sus valores, principios y virtudes públicas. Pero los tiempos cambian todo y los partidos no supieron adherirse a los cambios necesarios, sucumbiendo a las presiones externas por múltiples circunstancias, no por razones entendibles para la militancia y la dirigencia.
Entonces el desprestigio inundó los rostros, el comportamiento no era el que uno fuera a destacar como ejemplar, y los acuerdos se convirtieron en componendas y las alianzas se hicieron turbias bajo la mesa también turbia mientras envejecían los líderes y nacían los reemplazos de poca magnitud y mucha ambición, se apolillaban las doctrinas carcomidas por las ideologías, se imponía la mediocridad que fue invadiendo las candidaturas del monedero y la billetera y esas candidaturas fueron diputados, tal vez senadores, alcaldes y regidores, lográndose un desastre absoluto de fracasos individuales y daño general, que hubieran podido tener como base de proyección popular, gestiones limpias y trabajo digno al servicio del pueblo, pero fue todo al revés, hacia la miseria humana.
Se hizo fácil destruir “esa imagen partidaria” y esa mala palabra llamada ahora…“política”.
Y viene la exigencia, porque no puedo hablar de reflexiones: ¿Puede ser “la política” en el Perú, un emprendimiento valioso? Claro que sí, por supuesto, indudablemente que sí. ¿Pero, cómo hacerlo posible, cómo relanzar un producto negado, un servicio repulsivo, una acción que nos parece miserable? Muy fácil, con la gente, con ciudadanía activa, con valores y con ideas valientes, con lenguaje sencillo, con palabra de todos y mirada de muchos. ¿Pero eso no es demagogia? Demagogia es condenar a la política como sinónimo de suciedad y maldad, para reemplazarla por la institucionalización de la corrupción, ahora llamada “corrección”.
Valentía es acercar la política a los ciudadanos, para que participen activamente, desde sus casas, en las redes sociales, en locales partidarios que deben de reabrirse como centros de diálogo, cafés de intelectualidad, mesas de conversación, talleres de propuestas y escuelas de formación cívica –no ideológica-, desde donde se fortalezcan individualidades en dos grandes grupos: los nuevos dirigentes partidarios y los mejores candidatos a cargos públicos (que se deben al Programa del Partido y no al bolsillo de sus proveedores o auspiciadores).
¿Es difícil hacer todo esto? Al contrario, es un imperativo de la hora presente y tiene que ser (no “debe de ser”), el compromiso de muchos peruanos que pueden construir un gran emprendimiento, un nuevo esfuerzo nacional, para que la política en el Perú sea un servicio público en beneficio de todos y para siempre.
Imagen referencial, Lab 717, participación, mesa redonda, debates