Este largo período de crisis sanitaria ha tocado fibras profundas a todos los niveles en los que nos movemos. Los ajustones nos han llegado por todos los flancos. Quien más, quien menos ha vivido emergencias y sustos; no han faltado, tampoco, los desgarrones en el alma por el sufrimiento propio y ajeno. Seguimos navegando en estas aguas movidas, procurando mantener el buen ánimo, aunque la procesión vaya por dentro.
En todo esto pensaba (y más) mientras consideraba los trajines en los que estamos envueltos, para cuya realización le pedimos prestada la fortaleza al Cielo. Cuantas oraciones se siguen elevando al Altísimo y cómo acudimos a la intercesión de los santos pidiendo salud, trabajo, paz, serenidad, consuelo… Nuestra fragilidad se hace notoria y acudimos a la solidaridad de nuestro prójimo y a la misericordia divina.
Por razones que forman parte de mi historia personal, al primer descuido me dirijo a San Josemaría Escrivá. En su vida y mensaje hay mucho que nos puede resultar provechoso porque, para estos momentos extraordinarios, nos hace falta un santo de lo ordinario que nos ayude a mirar el presente y el futuro con esperanza y alegría.
En una de sus últimas reuniones con hijos suyos decía: “Padre, y usted ¿ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, decía hace pocos días—no sé dónde fue— que no he tenido nunca una alegría completa; siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra: como un chispazo del Amor… Y, sin embargo, no he sido nunca infeliz, no recuerdo haber sido infeliz nunca”.
No hay santo que la haya tenido fácil. San Josemaría no fue la excepción. En medio de las contrariedades encontraba en la filiación divina, en la realidad de que somos hijos de Dios, la serenidad del alma; experimentando que la alegría, en ocasiones, tiene sus raíces en forma de cruz. ¿Cómo hacía agarrarse del Cielo?
En la que fue su última meditación, el 27 de marzo de 1975, dijo: “Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfecto Dios y perfecto Hombre. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande; más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero”. Jesús, María y José, sus grandes amores. Son también los amores a los que recurrimos para arroparnos y encontrar abrigo en la intemperie a la que, a veces, estamos expuestos.
“Hemos de estar —repetía muchas veces San Josemaría— en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos aquí. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las famosas lañas, como el hijo pródigo: He pecado contra el cielo y contra Ti… (Lc 15, 18)”.
Tantas veces experimentamos la precariedad de los naipes, sostenidos unos a otros. Un remezón y todo se viene abajo. Cuánto ayuda, en los momentos difíciles, acudir al diálogo de tú a Tú; no para encontrar explicaciones, sino tan solo para tomar un poco de aire celestial, refresco del alma.
Estamos en el Cielo y en la tierra. Y sabemos de esta fragilidad nuestra, capaz de elevarse en actos heroicos de servicio como, también, descender a conductas oportunistas aprovechándose de la desgracia ajena. “Podía haber hecho más”, “podía haber salvado más gente”, exclamaba Oskar Schindler en la escena final de la película la “Lista de Schindler” cuando se despedía de los judíos que había conseguido salvar de la muerte.
Y es verdad, podemos hacer más, aunque estemos agobiados y cansados. “Más, hijos míos, más” era también una frase usual, cariñosa y exigente a la vez de san Josemaría. Amor a Dios y amor a los hombres, caridad que esponja el corazón, dilata las pupilas del alma y nos hace ver ese poquito de esfuerzo que aún podemos hacer a favor del prójimo.
Para la incertidumbre presente está la esperanza cristiana como lo recuerda San Josemaría: “Si en algún momento aparece la intranquilidad, la inquietud, el desasosiego, nos acercamos al Señor, y le decimos que nos ponemos en sus manos, como un niño pequeño en brazos de su padre. Es una entrega que supone fe, esperanza, confianza, amor”.
Y así, confiados en la Providencia divina nos esforzamos por sembrar paz y alegría en ambas veras del camino, aun cuando llore el corazón.