“Nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien, y nadie, que yo sepa, ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas. La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado”.
Así empieza el texto de Hannah Arendt, “Verdad y mentira en la política” (2017) escrito, originalmente, hace finales de los 60. Una vez más pone el dedo en la llaga. En este caso, la llaga está en el ámbito de los poderes del Estado e, incluso, en los privilegiados del cuarto poder, quienes hacen pasar su opinión publicada como si fuera la opinión pública.
Somos testigos de infinidad de mentiras, medias verdades y manipulación de los hechos por parte de muchos actores mediáticos de la política peruana. Hemos contaminado tanto el escenario social que, muy difícilmente, resulta creíble lo que oímos y vemos.
Es corriente, por eso, que en las conversaciones entre amigos salte la pregunta: “aquí, ¿quién es el bueno? ¿quién dice la verdad?” No encuentro respuesta y vuelvo a considerar aquellos versos del poeta Pedro Salinas: “¿Quién te va a ti a conocer en lo que callas, o en esas palabras con que lo callas?” Ante las declaraciones de unos y otros, acusados en el banquillo o fiscales y jueces acusadores, me nace la duda del poeta: ¿será cierto? ¿qué quieres ocultar con tus palabras? ¿qué intereses defiendes? ¿te mueve la justicia o el odio o todo junto? Nunca imaginé que “el ser o no ser” de Hamlet, o el “dudo, luego existo” de Descartes tuvieran tanta vigencia en estos tiempos.
Los políticos que han llegado a la cúspide del poder a base de astucia, equilibrio de intereses y populismo, dice Maquiavelo, “serán siempre considerados honrosos y alabados por todos; porque el vulgo se deja siempre coger por las apariencias y por el acierto de la cosa y en el mundo no hay sino vulgo; los pocos espíritus penetrantes no tienen lugar en él, cuando la mayoría tiene dónde apoyarse. Un príncipe de nuestros tiempos, al cual no está bien nombrar, jamás predica otra cosa que paz y lealtad, y en cambio es enemigo acérrimo de una y otra; si él las hubiera observado, muchas veces le habrían quitado la reputación o el Estado”.
Este Poder, así habido -sentado en un curul, acusando en una audiencia, manipulando la opinión pública, comprando conciencias- tiene los pies de barro.
Como están las cosas, hace falta la inocencia del niño para que, entre tanto halago a las ropas exquisitas que lleva el monarca, grite a voz en cuello que, en realidad, el rey está desnudo. Un toque de verdad y se viene abajo el mamotreto.
La fuerza de la verdad no está en el poder, ciertamente; está en la nostalgia de la autenticidad, porque los seres humanos no estamos pensados para movernos en una red de mentiras.