Una buena obra de arte está hecha para ser contemplada, meditada, memorizada, señala Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Arcadia, 2007), un breve y sustancioso texto que aboga por la educación en los clásicos. En esta materia no caben los consejos en la línea de “aprenda los clásicos en 10 minutos”. Un gran libro requiere recogimiento, concentración de la mirada, tiempo. Una educación mediante los clásicos, recuerda Fumaroli, “responde a la definición que da Aristóteles de la escuela, la breve edad del ocio estudioso en el curso de la cual se proporcionan los hábitos y los recursos del espíritu para esclarecer la edad adulta y sus ocupaciones, para suavizar la madurez y su melancolía (p. 11)”. Mejor empezar pronto con los clásicos, lo que no impide que se vaya o se vuelva a ellos en otras etapas de la vida.
Fumaroli, al igual que Nuccio Ordine y tantos otros, insiste en la conveniencia de acudir a los clásicos para gozar del oro viejo de sus escritos. De la lectura de los griegos, latinos, medievales nos quedan en la mente imágenes fuertes que nos ayudan a comprender las diversas fibras de la condición humana. Sin dejar de lado, las interpretaciones a las que llegan los especialistas, los que andamos a pie encontramos luces en los dramas, andares, nudos de los personajes. Cada historia, por más lejana en el tiempo o en la geografía en que transcurre, despierta la imaginación y deja pozo en el alma del lector. Un pozo compuesto de los universales del imaginario, referentes de buen gusto para seguir saboreando las buenas obras de los escritores contemporáneos (cfr. p. 17).
Los clásicos educan en humanidad pues, aun cuando, “las ciencias exactas desarrollan altas facultades especiales y abstractas, son incapaces por sí solas de dar forma ni al hombre interior ni al hombre moral ni al hombre social (p. 19)”. Las humanidades, como lo diría Pascal, agregan al espíritu de geometría, el espíritu de fineza. Ciencias y letras educan al ser humano cabal. La formación científica experimental y técnica es importante, no está en duda el papel de las ciencias en el progreso y bienestar humano.
Lo que Fumaroli quiere rescatar -al igual que tantos otros humanistas- es el valor esencial que las letras, las artes, la civilidad aportan a la configuración del patrimonio simbólico y moral de la civilización (cfr. p. 20). Los clásicos aportan referentes y referencias que ayudan a comprendernos mejor como seres humanos. Suman al crecimiento espiritual confirmando la singularidad de la dignidad humana inabarcable por el índice del PBI per capita.
Los grandes libros viven en el hoy permanente: conmueven y forman. Hay maestría en la escritura, plasticidad en la forma. No son historias de superficie, cavan en los radicales de la condición humana y lo hacen con la sencillez de la vida en lo que tiene de drama, tragedia, comedia. No son lecturas moralizantes, aunque moralizan; cuentan una historia particular, pero su horizonte es universal. Un clásico genera espacios de conversación y diálogo, abre la mente y huye de particularismos o de capillitas cerradas. Los grandes libros ayudan a conocer mejor la realidad en sus diversas manifestaciones. Muestran, bellamente, la verdad que anida en las honduras del ser, en sus luces y sombras. Una buena educación tiene a los clásicos como maestros de humanidad.