A cada actitud contrapuesta, la coincidencia en el tiempo las acerca como una nueva “marca de seguridad” en las opiniones: el culpable es “ese” que es contrario a lo que yo pienso, a lo que creo que puede haber sucedido, a lo que se mereció el de la vereda de enfrente. ¿Lo ven? Simplísimo. Agredir es el nuevo verbo que se usa “contra”, en otro sentido, el de “merecer lo que ahora es justo” en mi o desde mi ideología y activismo, ya sea una patada, un escupitajo, un golpe directo, empujones y pedradas, vasos y jarrones de vidrio, palos y desperdicios, además -claro está- de una andanada de insultos, ofensas y calificativos a modo de desprecio.
La calidad o la condición humana han desaparecido para que seas merecedor del castigo y el rechazo público (que no es del público en su acepción general, sino militante en los hechos reales). Y esa calificación de “merecerlo” aumenta si eres funcionario estatal, si no eres de izquierda, si se trata de alguien leído o escuchado en redes y medios, si se trata de ser Congresista de la República. Algo que, paradójicamente, van a buscar alrededor de 9,600 ciudadanos en las siguientes elecciones (hasta el momento y aumentando).
Cuarenta partidos, 180 candidatos a la Cámara de Diputados y 60 al Senado, saca tu cuenta y asómbrate que hay 9,600 potenciales “se lo van a merecer”, además de los que sean muertos vivientes (es decir, lo no reelegidos, los exministros y centros de odios y pugilatos que transitan en un medio u otro).
Ese es el Perú de hoy, una violenta inmundicia social y política vestida de hipocresía, donde no interesa ser de derechas, de eso inubicable que quiere decirse centro o de ese lado oscuro y maldecido que se hace llamar por momentos electorales de izquierda, pero es de lo peor en cualquier extremo del odio marxista, convertido en progre, caviar, morado, amarillo o la sangre que le sea teñida en su marcada veleidad y transfuguismo.
Las victimas hoy son irrelevantes, porque se aplaude al agresor, se honra al abusivo, sosteniendo esos odios en narrativas falsas o exageraciones que distorsionan la verdad para transformarla en la bala que mató, la palabra que condenó, el grito de quien es lo peor en la escena de un país impropio que va hacia lo peor, también hacia lo peor.