Son bien conocidas las diferencias señaladas hasta hoy por los sociólogos entre la América Teutónica y la America Latina o Hispana. Todos se refieren a estos factores perfectamente establecidos: la raza, el clima, la religión y el sistema de Gobierno durante el régimen colonial.
El marcado contraste que las dos Américas han presentado en el siglo XIX y presentan actualmente, tenía sobrada explicación en las diferencias radicales de los factores indicados. Hay, sin embargo, otros elementos de diferenciación, tan importantes, o quizás más importantes, que no han sido ni estudiados ni siquiera insinuados en algunos casos: El proceso del desarrollo de un país, sus fuerzas dinámicas en función, tienen más importancia que los factores estáticos o permanentes; puede decirse que la civilización es principalmente funcional.
El elemento dinámico por excelencia en el desenvolvimiento de la América Teutónica ha sido, la frontera. Debemos esta idea genial al Profesor Turner; sabemos hoy, a mérito de sus estudios que la frontera, esto es el avance progresivo y asimilador de nuevas tierras ha producido el perpetuo renacimiento y la más grande fluidez en la vida americana, y como consecuencias esenciales en el orden psicológico, el individualismo americano, el espíritu de empresa, la actividad creadora, el orden económico, la base socrática y, por lo mismo, sólida, de la sociedad; y en el orden político, la democracia, que sólo se concibe cuando la tierra libre da a todos los hombres igualdad en la oportunidad.
¿Existe este mismo principio de avance progresivo con sus características de individualismo, sólido desarrollo económico e igualdad democrática en la América Hispana? Dar contestación a esta pregunta es el objeto del presente trabajo.
Una observación superficial puede llevarnos a creer que para que exista el principio de la frontera, tal como lo entiende el profesor Turner, basta el elemento de tierras vírgenes y desconocidas, sin considerar otros factores, como su situación y su asimilabilidad; y por lo mismo, podría afirmarse la influencia de la frontera en Hispano América, que cuenta hoy mismo territorios no conocidos y explorados. Pero el factor de la frontera no está constituido exclusivamente por el elemento material del territorio, sino principalmente por ese proceso lento de asimilación de nuevas tierras a las que se extiende la acción civilizadora que se consolida en ellas gracias a su situación geográfica respecto de los núcleos antiguos de la nacionalidad y gracias, también, a sus condiciones para la producción agrícola y el trabajo humano.
En este sentido podemos afirmar que la frontera aparece sólo de un modo excepcional en Hispano América y que en ello estriba precisamente la diferencia esencial entre los Estados Unidos y el Canadá y los demás países del Continente. La frontera no es solamente cuantitativa sino principalmente cualitativa; no está en razón directa de la extensión bruta de los territorios desconocidos; sino en razón directa de su accesibilidad, productividad, en una palabra, de su valor humano.
La América Latina presenta el principio de la frontera en la iniciación brillante y casi milagrosa del descubrimiento y de la conquista, pero no en su forma lenta y efectiva de avance asimilador y de colonización progresiva.
Pocos contrastes más marcados podrá ofrecer la historia que el que existe entre la expansión inglesa en el continente y la expansión hispana. Los ingleses, en el siglo XVII y en la primera mitad del siglo XVIII, habían colonizado apenas el territorio entre la cordillera y la línea de la caída de las aguas. Es verdad que las primeras concesiones hechas por el Rey de Inglaterra, a semejanza de las que en la parte sur hizo el Rey de España, se extendían de mar a mar; pero no es menos cierto que aquella delimitación teórica sólo se realizó en el siglo XIX, pues los hechos tomaron otro curso y la Monarquía Inglesa, en vísperas de la guerra de la independencia, no sólo no alentaba las empresas de conquista y de población hacia las tierras desconocidas del oeste sino que expresamente las prohibió.
En cambio, véase el proceso de la expansión hispánica. España, en el trascurso del siglo XVI, había explorado y descubierto los territorios desde California hasta el Estrecho de Magallanes y se había apoderado, por esta expansión súbita, de la mayor parte de la tierra aprovechable y de valor humano, en toda esa vasta extensión territorial. Las mesetas del Anahuac, los valles centro-americanos, las llanuras de Cundinamarca, los estrechos cañones andinos, la planicie del Collao, el valle central de Chile, las tierras altas en el Plata, fueron asimiladas por los españoles; los célebres pioneers de esta raza, por selección natural de las tierras, desdeñaron las más próximas y asequibles, que eran las tierras bajas y de clima cálido, en Méjico, en Nueva Granada y en Venezuela, e internándose en el corazón mismo de los continentes, se apoderaron de casi la totalidad de las tierras de valor agrícola.
Si comparamos en los mapas la expansión española y portuguesa de principios del siglo XVII y la de fines del siglo XVIII, sólo encontraríamos esta diferencia: el avance portugués en la hoya amazónica, desde la línea de Tordesillas hacia las nacientes del Amazonas, rebasando la línea de San Ildefonso; avance al que opuso España el de sus Misiones de Mainas y de Mojos y Guaraníes. Pero el avance portugués fue de pioneers pero no de colonizadores, que no los permitía la región amazónica. El mismo carácter tuvo el avance español, debido principalmente a causas desinteresadas e idealistas, como la propaganda religiosa. Las misiones españolas de la hoya amazónica, que no hicieron otra cosa que reiterar el esfuerzo conquistador de los soldados del siglo XVI, no tuvieron una repercusión efectiva, ni mantuvieron una corriente constante de influencias con la parte ya definitivamente conquistada de las colonias españolas.
La frontera española del Amazonas, en la época heroica de las entradas militares en busca del Dorado o en la época religiosa de las misiones, no fue el avance progresivo de las poblaciones excedentes de las viejas colonias hacia la tierra libre ni determinó el principio de fluidez y expansión gradual característico de la frontera norteamericana del Missisippi.
Sintetizando lo anterior, cabría decir que en la época colonial España se apoderó de todo el continente, colonizó las tierras asimilables y de valor humano, esparciendo los centros o núcleos de cultura y ofreciendo respecto de las tierras desconocidas únicamente la obra de pioneers de exploración pero no de población definitiva. En cambio, Inglaterra sólo colonizó en la época colonial la estrecha faja entre el Atlántico y la línea de las aguas, y avanzó apenas a fines del siglo XVIII sobre la cordillera de los Alleghanis, procurando penetrar por las abras de esta misma cordillera a la región del futuro, la región del Middle West, por las entradas naturales del Ohio y del Cumberland.
Se destaca el contraste entre la hoya del Missisippi y la hoya del Amazonas. El Missisippi, teatro de la futura expansión americana, fue durante toda la época colonial completamente extraño a la vida de las colonias inglesas. Descubierto y poseído en su parte baja por España, explorado y recorrido en su parte alta por los pioneers franceses, fue en esa época, como el Amazonas, teatro de incursiones y de viajes fantásticos, pero no de colonización, gradual. Un destino histórico lo reservaba para pueblos distintos de aquellos que lo descubrieron y lo había de ofrendar como teatro de futuro, aunque lento avance, a la nueva nacionalidad que surgió con motivo de la independencia americana.
El Amazonas, descubierto en sus nacientes y recorrido todo por españoles, desde el siglo XVI, es poseído en su parte baja por los portugueses. Centro de fantásticos reinos, atrae a los cazadores de oro y después a los misioneros. En el siglo XIX continúa todavía, casi en la misma condición en que se encontraba al finalizar el siglo XVIII. La selva no ha sido dominada, no hay más vías de comunicación que los ríos, el pueblo que poseyó la boca del gran río ha afirmado su soberanía política pero no se lo ha asimilado económicamente; las naciones poseían sus nacientes no han hecho más que las antiguas colonias a las que heredaron.
Y es que entre la hoya del Missisippi, teatro de la frontera de la América Sajona y la hoya del Amazonas, teatro de la posible frontera de la América Hispana, ha habido estas dos diferencias esenciales: los territorios del Alto y Medio Missisippi, eran propios para la agricultura, y eran fácilmente accesibles desde los centros poblados, en tanto que los territorios de la Hoya Amazónica, constituidos por florestas tropicales, no podían ser convertidos en tierras arables y su acceso era dificilísimo desde la región de los Andes.
Como lo observa muy bien Nathaniel S. Shaler: «The valleys of the St. Lawrence, the Hudson, the Mississippi, in a fashion also, of the Susquehanna and the James, break through or pass around the low coast mountains, and afford free ways into the whole of the interior that is attractive to European peoples. No part of the Alleghenian system presents any insuperable obstacle to those who seek to penetrate the inner lands.»
El mismo autor pone en relieve la fácil aplicación de las tierras del Mississippi a los propósitos agrícolas, cuando dice: «For the first time in human history, a highly skilled people have suddenly come into possession of a vast and fertile area which stands ready for tillage without the labor which is necessary to prepare forest land for the plow.»
Y así se explica que pronto en la hoya del Mississippi los pioneers americanos del siglo XVIII, como Daniel Boone y Clark fueran seguidos por una corriente que se penetró por las entradas naturales y que había de convertirse más tarde en torrente colonizador que asimilara definitivamente aquellas tierras a la nacionalidad nueva. El Mississippi, diré mejor, el Oeste, es desde entonces el factor determinante de la historia de los Estados Unidos en el siglo XIX.
En cambio, los Andes, en contraste con los Alleghanis, han presentado y siguen presentado obstáculos insuperables para el acceso a la hoya amazónica. Las trochas de las tentativas incaicas fueron las mismas que utilizaron los capitanes de la conquista y las mismas de los misioneros, y continúan siendo las mismas entradas que utilizan los pocos viajeros del siglo XIX. Y la tierra, continúa siendo intratable según la expresión de los antiguos cronistas, es decir, rebelde al esfuerzo y al trabajo humano.
Todo lo que acabamos de decir, destaca la diferencia radical entre Estados Unidos y los países más típicos de Hispano-América, que son Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Estas naciones están constituidas principalmente por valles y altiplanicies interiores. Las tierras fácilmente accesibles de la costa, o son bosques tropicales insalubres, como los de Colombia y el Ecuador o desiertos como los del Perú y el antiguo litoral boliviano. Y la pequeña parte que les queda del antiguo patrimonio español en la hoya amazónica tiene los inconvenientes y las insuperables desventajas que acabamos de señalar.
La frontera, tal como la concebimos, es la tierra libre, la tierra al alcance de la propiedad y del esfuerzo humano; esa tierra libre no existe en estos países. Eso ha llevado a lord Bryce a sentar la desagradable pero cierta conclusión: de que la parte montañosa de Ecuador, Perú y Bolivia no merece tener mayor población que la que actualmente tiene; y por lo que se refiere a la hoya amazónica, que en ella la colonización apenas es posible en territorios donde el hombre se enfrenta a una naturaleza tan difícil de dominar.
Así se explica por qué los países andinos presentan hoy casi el mismo carácter que presentaban en la época colonial: con ciudades inmóviles, con población estancada y en todas partes con muestras evidentes de aquella falta de las características de los países de frontera: el crecimiento juvenil, la fluidez y la constante transformación en el organismo social. Puede decirse que estos países andinos conservan la misma estructura colonial.
La poca tierra asimilable arrebatada a los indígenas se encuentra en manos de un escaso número de grandes propietarios. Inmediatamente después viene una clase media que vive principalmente de la burocracia desarrollada infinitamente más que en la colonia, y por último, formando la más baja capa social, se halla la clase aborigen, sobre la que reposa el trabajo de las minas y de la tierra. Y aquella estructura no se ha modificado por razones de orden psíquico o por factores políticos, sino casi exclusivamente por la ausencia de la frontera, pues los pioneers andinos de hoy, los caucheros, son reducidos en su número y su obra no ha avanzado más en el sentido de iniciar una corriente hacia las tierras vírgenes que la de sus ilustres predecesores: el capitán de la conquista y el misionero de la colonia.
Chile participa del mismo carácter de las regiones andinas. No es tampoco un país de frontera: la tierra asimilable está hoy, como en la época colonial en manos de un escaso número de propietarios. Sus elementos de clase media no podrán encontrar como los norteamericanos de la mitad del siglo XIX, el campo de la tierra libre. Su orientación tendrá que ser, por lo mismo, esencialmente industrial.
En Venezuela, el principio de la frontera podrá tener su aplicación el día que el exceso de población en el mundo y los modernos medios de progreso determinen la colonización en vasta escala de los llanos del Orinoco, que se hallan, hoy por hoy, en condición semejante a los bosques amazónicos.
Méjico presenta, aunque con aspectos distintos, los mismos caracteres, por lo que se refiere a la frontera, que los países andinos. A pesar de la considerable extensión del territorio mejicano hay que descontar de él los bosques tropicales de la tierra caliente, en las costas del Pacífico y del Atlántico, y la región desierta de la planicie central, próxima a la frontera de los Estados Unidos. Calcula Eliseo Reclus que estas regiones inasimilables representan por lo menos las dos quintas partes del territorio mejicano.
El resto de las tierras asimilables, a diferencia de las nuevas tierras que se presentaron sólo gradualmente a la ocupación y al avance de los norteamericanos, fue apropiada en su mayor parte o por las instituciones eclesiásticas o por los grandes señores de la época colonial, de donde se derivó un régimen de gran propiedad y, prácticamente, la falta o escasez por lo menos de tierra libre para el colonizador. Los mismos terrenos no ocupados y de propiedad del Estado no se encontraron en la misma condición que los territorios de frontera en los Estados Unidos. De aquí que el problema de Méjico no fuese el de explotación o asimilación de tierras nuevas, sino el de mejor distribución o asignación de las que ya estaban conocidas o explotadas.
El clero poseía la mitad de las tierras; era natural que los nuevos factores políticos creados después de la independencia, deseasen alcanzar influencia económica por medio de la posesión de las tierras; este fue el origen de las leyes de reforma que confirieron al Estado la propiedad de las tierras del clero. Vino entonces la reacción: los elementos despojados buscaron la influencia externa en favor de una restauración ya imposible y surgió el Imperio. Destruido éste, el problema de la tierra no pudo alcanzar la solución natural de la colonización por pequeños propietarios que tienen los países de frontera. Nuevos grandes propietarios laicos sustituyeron al clero; continuó con distintos dueños, la tierra en pocas manos; la gran masa popular siguió en su condición de servidumbre, la clase media sin más perspectivas que las de la burocracia.
El Gobierno dictatorial inaugurado a la caída del Imperio, distribuyó los terrenos del Estado en forma de grandes e ilimitadas concesiones. El problema de la tierra quedó vivo y, andando los tiempos, había de producir la formidable crisis de 1911 que aún no ha concluido todavía. Hubiera tenido Méjico su tierra libre en la condición de fácilmente asimilable y en la situación de tierra de frontera; su historia hubiera sido muy distinta. El criterio de la frontera aplicado a la historia de Méjico arroja nueva luz sobre los problemas que agobian a este país y descarta las interpretaciones de los sociólogos superficiales, que no han hecho otra cosa que calumniar a la raza aborigen o a la educación española, que ignoran en sus rasgos fundamentales.
Los únicos países en que la frontera cabe ser considerada en el mismo concepto que en Norte América, son las tierras del Plata y el sur del Brasil. En efecto, estos países son los que más semejanza tienen con los Estados Unidos. Su carácter de ribereños del Atlántico, que los hace más accesibles a la inmigración europea, su clima templado, la circunstancia de tener sobre la costa tierras agrícolas y la de poseer en ella ríos navegables y, por último, hasta el hecho de que las elevaciones del terreno o las sierras no presenten las altitudes inconvenientes y las asperezas desfavorables de los Andes, contribuyen a acentuar el paralelo.
No puede negarse que esta región ha sido privilegiada con el don de la tierra disponible, propicia para la agricultura, lo que ha traído como resultado la considerable inmigración italiana, portuguesa, española, alemana y aún eslava. Pero una observación más profunda de estos países nos revela que el principio de frontera aparece en ellos en forma que nos es precisamente igual a la ventajosísima en que apareció en los Estados Unidos. Desde luego, no es muy grande la extensión de los Estados del sur del Brasil, San Paulo, Río Grande del Sur y Santa Catalina, a que hemos aludido.
Respecto de la Argentina, cabe descontar las partes desiertas de la Patagonia, que interrumpen los valles del Negro y Neuquen y los bosques semitropicales del Chaco. Tocante al Paraguay, es preciso decir que la tierra tiene, aunque no tan acentuados, los inconvenientes de la región amazónica. El Uruguay posee una relativamente pequeña extensión territorial. Agréguese a esto que la situación de la Pampa Argentina y de las llanuras brasileras no es semejante desde el punto de visto topográfico y de su relación con los centros poblados, a la que tenían las tierras vírgenes del Mississippi respecto de los núcleos originarios de los Estados Unidos. Sobre todo, en lo que se refiere a la Argentina, la célebre Pampa venía a ser una mancha de territorio que se interponía entre la zona colonizada de la costa y la zona poblada cerca de los Andes, de mayor importancia en la época colonial.
Aunque no colonizada y explotada, puede decirse que la Pampa estaba en cierto modo aprehendida y con el trascurso del tiempo, la acción romántica del gaucho iba a dejar el lugar a la acción gubernativa que construía los ferrocarriles y hacía las concesiones de tierras. De aquí que en la Argentina, sea distinta la relación entre el pioneer, que el gaucho y el colonizador, que viene después, más por obra de la acción oficial que por iniciativa de los individuos. El gaucho no avanza de los centros poblados, es un producto de la pampa misma. Los pioneers americanos son la avanzada de los colonizadores que vienen inmediatamente después.
Estas diferencias no son simplemente accidentales y de escaso interés. La pampa argentina aparece conquistada por los ferrocarriles y distribuida en los grandes lotes de las concesiones gubernativas, origen del latifundio; en cambio, que el oeste americano es conquistado principalmente por el avance individual de los colonos, que establecen allí, como predominante y general, el régimen de la pequeña propiedad. Así, el individualismo y la igualdad de oportunidades, las dos grandes derivaciones del principio de la frontera, no presentan en los países del Plata la misma intensidad y relieve que en los Estados Unidos.
Todos reconocen hoy, desde Reclus a Lord Bryce y Regenald Cuock, que el régimen de propiedad en el Brasil, Argentina y Uruguay es el del latifundio. En este sentido los países de que hablamos, a pesar de la diversidad de caracteres geográficos y económicos, se parecen en su estructura a sus hermanos los países andinos. Así resulta que en Hispano América, el latifundio sigue siendo el gran obstáculo de la democracia.
El profesor Paul Reinch, al visitar los países de la América del Sur, observó en ellos la ausencia de cierta frescura y energía, de juventud en una palabra, que es la característica de la democracia norteamericana. «In a sense, Professor Reinch says, the South American societies were born old… The dominance of European ideas in their intellectual life, the importance of the city as a seat of civilization never allowed the pioneer feeling to gain the importance which it has held and still holds in our life. This backwoodsman of South America has not achieved the national and estimable position of our frontiersman.»
La observación es cierta pero la explicación es inexacta. No es una causa psicológica: la importancia de las ideas de la ciudad y el predominio de las ideas europeas es lo que ha determinado la falta de juventud en la vida de Hispano América y el distinto papel de sus pioneers. Las causas efectivas de estos hechos se hallan más en la tierra y en el proceso de nuestro desenvolvimiento económico.
La ausencia de frontera en el sentido que el profesor Turner dio a la palabra y de corrientes de frontera, ha determinado la rigidez de nuestra estructura y nuestra falta de juventud y vitalidad. Y en los mismos países en que la frontera existió por los hechos a que acabamos de aludir, el pioneer fue más un tipo de leyenda y de literatura que un factor dinámico de progreso y una vanguardia de la civilización. La idea de la frontera es un nuevo punto de vista en la verdadera interpretación de la vida hispano americana y está llamada a establecer sobre nuevas bases la sociología del Nuevo Continente.
Nota de redacción: El autor, Don Víctor Andrés Belaúnde, publicó el presente ensayo en
Mercurio Peruano, Revista mensual de ciencias sociales y letras, Lima, febrero de 1923 · número 56
año VI, vol. X, páginas 395-403