Ahora que se ha puesto de moda que todos piensen igual, que todos digan lo mismo, que las multitudes aplaudan lo que les dicen desde la TV algunos influencers que alquilan su voz y su rostro, que alquilan su dignidad y apellido a cambio de dinero que pervierte valores y sanciona virtudes, es común entonces que digamos “no pasa nada, nadie protesta, no hay masivas expresiones de rechazo” al abuso, la prepotencia, el avasallamiento de las libertades desde el poder que ejerce la ultraizquierda en el gobierno, amparada por los poderes mediáticos y grupos de presión (contrabando, narcotráfico, trata de personas, tala ilegal, comercio de especies en extinción, pesca negra, minería ilegal, en suma, los minicárteles del poder informal).
Y esto lo comenta perfectamente Jorge Soley en su libro Manual para comprender y resistir a la cultura de la cancelación al afirmar que “la cultura de la cancelación es una visión de la vida social y cultural y unos mecanismos asociados a esta visión que justifican el silenciamiento, la muerte civil, la expulsión de la esfera de lo aceptable, de todos aquellos que no se pliegan a las directrices de lo políticamente correcto. Quienes osan expresarse de modo diferente son rápidamente denunciados y se organiza un linchamiento mediático que lo convierten a uno en alguien poco recomendable, alguien al que hay que expulsar de los medios y redes sociales y que, en ciertas ocasiones, puede llevarte a perder tu puesto de trabajo”.
No hay secretos, nos colocan en el ambiente del conformismo, como señalaba Ricardo Escudero en su “Dictadura del conformismo, silencio de los culpables” (NCSU, conferencia virtual, enero 2022) cuando explicaba que “vivimos en un mundo que nos impone escalas de estupideces que aumentan y se hacen parte del paisaje, de lo cotidiano, que se vuelven escenciales, necesarias para saber que estamos vivos y de rodillas por supuesto. Ocurren estupideces de los responsables del ciudadano, de los gobiernos, de los jueces y fiscales, de congresistas y ministros, frente a lo cual decimos que ‘es común, siempre es lo mismo, ya lo sabíamos.’ ¿Pero es así, tan común todo eso? No, porque estamos respondiendo como autómatas a una manipulación de masas que nos hace aceptar como natural lo anormal, eso es degradante, es más estúpido que la estupidez misma que señalamos. Entonces, somos conformistas, nos inclinamos ante la dictadura del conformismo, somos culpables aceptando que el delito, que la corrupción, que la impunidad son algo normal, que siempre ocurren, que hay otros delitos, otras corrupciones, otras impunidades que son peores y siempre habrán otras peor aún. Nadamos en medio del silencio que nosotros aceptamos como normal, como natural y no nos rebelamos, tenemos miedo de protestar, porque no es natural ahora hacerlo, cuando nos hemos acostumbrado a la estupidez de vivir sin dignidad, de rodillas, aceptando imponernos el silencio nosotros mismos”.
Me pueden decir que no están de acuerdo -claro, sería lo más estúpido que pudiera escuchar de los esclavos del conformismo que no aceptan su vasallaje-, pero tengo que enfrentarlos:
El Perú necesita que se despabilen, que despierten de ese sueño de opio caviar que los tiene adormecidos. El Perú requiere de ciudadanos valientes, que asuman un rol permanente en defensa de sus familias, de la patria que se está desmoronando.
No acepten la dictadura del conformismo, la cultura del silenciamiento. No acepten ser cobardes.