Estaba cruzando hacia la estación del Metropolitano sobre la avenida Túpac Amaru, frente a la UNI, cuando una viejita, de unos 90 años era increpada a gritos por una persona que decía ser su hija, ya que al levantarle la voz le decía “apúrate mamá, más rápido, no tengo tiempo”.
Una escena parecida observé en un mercado, cerca al Óvalo Higuereta, cuando un tipo le alzaba el tono de sus palabras a un viejito de ojos tristes -que escondía el correr de sus lágrimas bajo la mascarilla sucia y rasgada que usaba-, cuyo saco, raído y arrugado, no era suficiente para el frío viento de una Lima tan húmeda. Le gritaba “por qué no te abrigas más, es tu culpa”.
La tercera imagen fue en la avenida Aviación, en San Borja, cuando dos ancianos, esposos que iban de la mano, intentaban cruzar de un lado al otro y nadie los ayudaba, ningún vehículo paraba y al dar unos pasos ellos, un perverso cobrador de microbús les dijo “fíjense carajo, casi los chancamos viejos de m…”.
Tres momentos, tres angustias, tres formas de odio, violencia y maltrato que ni la sociedad ni los medios observan y prefieren dejar de mirar, para concentrarse en tonteras, en lo que da rating o dinero sucio.
Sin embargo, en el primer caso me dio gusto que me antecedieran cinco jóvenes estudiantes de la UNI que ayudaron a la viejita y a la vez, le dijeron lo necesario a su malvada hija, que furiosa respondió “no se metan”.
Frente a esa actitud, tuve que intervenir porque era mi deber hacerlo y de la misma forma, todos los que estaban a mi alrededor le hicieron ver a esa insensible y pésima hija, que el amor no se pierde cuando los padres no escuchan, ven menos o no pueden ir a nuestro ritmo.
En el segundo caso, lo hicimos muchos a la vez porque un hijo nunca se comporta como un cobarde con su padre. Un hijo no permite que su viejo esté mal vestido, sucio, sin ropa que lo proteja adecuadamente. Un hijo no le habla así a su papá.
Y en la tercera escena, me dio gusto y alegría que dos miembros del personal del Serenazgo de San Borja, respaldados por varios transeúntes y vecinos, no sólo pusieran en su lugar al malcriado cobrador del microbús, sino que ayudaron a la pareja de viejitos a llegar hasta su destino, muy cerca.
Contándoles todo esto, me doy cuenta que en el Perú, a pesar de lo que padecemos en lo económico y político, tenemos un gran corazón que aunque herido, late en solidaridad. Pero me duele saber que en algunas familias, el maltrato a los padres es frecuente, se ha convertido en una costumbre… es un acto de violencia y cobardía que crece inconteniblemente.
Por eso, para frenar el maltrato, transmitamos a todos que en el paso de los años se pierden facultades, uno se vuelve más lento en muchas cosas –oír, comer, entender, hablar, caminar- y frente a esas situaciones, sólo existe una respuesta: el amor a nuestros padres, escucharlos de nuevo y otra vez más, ayudarles a comer, recoger lo que derraman, comprenderlos con paciencia, hablarles despacio y con buen tono, caminar con ellos, de la mano o del brazo, nunca avergonzarlos ni llamarles la atención, jamás.
Estamos envejeciendo y vivimos más años que antes. Las ciudades no están preparadas para que caminemos por ellas. No tenemos barandas en las esquinas o suficientes espacios en las veredas, los parques no tienen bancas confortables ni resguardo para la lluvia o el sol, pocos son los que ayudan a un viejo a cruzar la pista o subir una escalera. Y además, duele decirlo, se nota que hay más asilos y albergues… para dejar allí a papá y mamá, para abandonarlos en su silencio y tristeza,
Tal vez algunos no me entiendan y digan que es un problema tenerlos en casa. Yo respondo, nunca fuimos un problema para que nos tengan con ellos. Abraza a tus viejos, hazlo con amor.