Las vallas son muy altas, los alambres de púas están enrollados entre sí a lo largo de todo el camino donde hay zanjas profundas con fierros oxidados… es imposible cruzar al otro lado de la frontera. ¿Qué hacemos Rashmidi? Preguntaba Kenuato a su esposa que lleva un bebé de siete meses mientras el sol, el cansancio y el hambre les hieren aún más la piel dañada por la travesía sobre las aguas del Mediterráneo.
Rashmidi a los 19 años es una madre cuidadosa y una compañera atenta, pero sus ojos ya no miran el destino y su voz se apaga diciendo “ya no puedo más, lleva la niña sobre el muro del final y lánzala a los que puedan recibirla, a ella no le harán daño, se termina mi vida, estoy muriendo”.
Tristeza y algo así como esperanza es lo que brota de sus labios secos y cuarteados, mientras Kenuato llora con lágrimas que se secan al salir, mientras carga a la bebita envuelta con una manta vieja, de su pueblo olvidado, de su nación dividida, de un mundo que era de paz y se volvió de guerras interminables.
“Ey, recibid a esta niña, su nombre es Libertad, soy su padre, lleva una carta para que nos recuerde algún día… por favor”
Detrás del muro la recibe un soldado que paradójicamente está encargado por el gobierno de impedir que gentes como Rashmidi y Kenuato ingresen a su país. “Vosotros no podeis entrar, pero la niña estará bien, la cuidaremos” respondió llorando el soldado.