El panorama digital es rico en oportunidades. Podría decirse que el mundo está en la palma de nuestra mano: estamos a “un solo click” de contenidos actualizados e interesantes, podemos tener una audiencia mundial. A la vez, la cercanía de noticias y entretenimiento provoca distracciones y empuja a la gratificación instantánea, con sus posibles secuelas de adicción.
A estas alturas, sería ya poco razonable ignorar los problemas que se derivan del uso inadecuado de los medios digitales. La mayor parte existían ya en algunos medios analógicos: exceso de “consumo”, proliferación de contenidos que lesionan la dignidad humana, explotación del sensacionalismo, etc.
El asalto a la atención empieza a convertirse en asedio hace ahora precisamente 20 años, el 4 febrero de 2004, con el nacimiento de Facebook en la Universidad de Harvard, que abre la etapa de las redes sociales. Comenzó entonces lo que podríamos llamar segunda revolución de internet, marcada también por otro acontecimiento transformador con gran onda expansiva: la aparición del iPhone en junio de 2007, que da paso a los teléfonos inteligentes que nos acompañan en todo momento.
Grandes empresas multinacionales, con el tamaño económico de países enteros, quieren que permanezcamos siempre más tiempo en los omnipresentes espacios que han creado. Son los “comerciantes de la atención”, como les llama Tim Wu en su conocido ensayo. Por citar solo un ejemplo, Amazon es ya el segundo mayor productor de contenido audiovisual y entra de lleno en la emisión de eventos en directo.
Alfabetización mediática
¿Qué vamos a hacer si nos roban el tiempo? Se hace necesario diseñar un plan para superar el asedio o, al menos, para mitigar sus efectos:
- Aprender a conducir en las autopistas de la información. El acceso a multitud de datos no viene siempre acompañado de interpretación y contexto. Construimos grandes autopistas de la información, pero nos hemos olvidado de enseñar a conducir. Es la hora de la alfabetización mediática. Con más datos y noticias se refuerza la necesidad de ordenar la información y no precipitarse, buscando evidencias sólidas y acudiendo a las fuentes más solventes.
Las herramientas de comunicación digital y móvil aumentan la rapidez en la transmisión de mensajes y noticias, facilitando la difusión y la participación en tiempo real. La velocidad de la información provoca efectos llamativos en la reputación, la difusión y ayuda en catástrofes naturales, las campañas políticas, movilizaciones sociales o crisis económicas. La rapidez es fuente de errores de bulto, ayuda a extender rumores potencialmente letales y puede dificultar la verificación de la calidad de los contenidos. En la red, todos son “periodistas”, pero pocos son “editores”. La velocidad resulta ya imprescindible, pero necesitamos también precisión y calidad.
- Apuntarse a la “revolución de la amabilidad”. Dicho de otro modo, la tecnología está al servicio de las personas, y debería hacernos más sociales. Pero en algunas situaciones pueden favorecer el anonimato. En la comunicación digital es frecuente que no estén presentes las pistas visuales y verbales que aportan los imprescindibles encuentros cara a cara. Sin embargo, la comunicación digital permite llegar a más personas y conservar con ellas al menos cierto grado de cercanía.
La multiplicación de “amistades” que se produce en el nuevo auge de LinkedIn es un fenómeno positivo, pero la conexión permanente provoca síntomas evidentes de adicción. La vida en línea es ocasión de despliegue de la propia personalidad y ejercicio de las virtudes (o defectos). La red es una “plaza pública” donde nos retratamos. Por eso, la etiqueta es necesaria.
Basta asomarse a los comentarios en las redes para descubrir usuarios que profieren insultos, siembran discordia y se muestran descorteses, hostiles y enfadados. Hay que reivindicar la comunicación franca y abierta, el optimismo, la cortesía, el respeto, el agradecimiento y la buena educación. Hay una revolución digital pendiente en las redes: la de la amabilidad.
- Desconectar para conectar. Estamos permanentemente conectados para acompañar a los amigos y familiares o mantener el contacto con las redes profesionales. Pero la conexión permanente también genera inquietudes y se desmoronan las fronteras tradicionales entre la vida profesional y la vida familiar y de amistad.
A la vez, surgen movimientos que proponen la “desconexión” y un estilo de vida que permita aprovechar mejor los mensajes y contenidos, encontrando verdaderos espacios de amistad y descanso, logrando “desconectar para conectar”.
La liberación de este asedio es posible, pero la experiencia indica la necesidad de definir algunas líneas rojas. Los límites autoimpuestos mejorarán la calidad de nuestro trabajo: tiempos sin redes, móviles que se quedan en la oficina durante las reuniones, horas pasadas en modo avión, tiempo de libros en papel… En juego está la capacidad de escucha, silencio, atención y contemplación, aspectos clave para desarrollar cualquier trabajo creativo.
En realidad, el que necesite la conexión permanente no podrá poner en marcha proyectos con cierto calado y estará abocado al flujo continuo de las novedades que, paradójicamente, reducirán su productividad y eficacia. ¿Cómo vamos a dar con grandes ideas, escuchar al colega que lo necesita, disfrutar de una sinfonía o de una puesta de sol si somos incapaces de atender?
Nota de Redacción: El presente artículo se publicó originalmente en www.theconversation.com bajo la autoría de Profesor. Director Académico de Posgrados de la Facultad de Comunicación, Universidad de Navarra, España.