Nuevamente Peter Handke, premio Nobel de Literatura de 2019. Esta vez, la poesía. Se trata de “Poema a la duración” (Penguin Random House, 2019), largo, meditativo, a picotazos. Lo escribió en 1986 y la crítica literaria lo considera de los más inspirados del Nobel. Pude con él, de principio a fin. Una ascensión gustosa, aunque fatigosa. Lectura de unos versos, reposo, darles vueltas y así hasta las líneas finales que dicen así: “Lágrimas de la duración, ¡tan poco frecuentes!,/ lágrimas de alegría./ Sacudidas de la duración, inseguras,/ que no se consiguen/ ni con ruegos ni con oraciones:/ he aquí que os habéis ensamblado en el poema”.
Para más aclaración -si cabe- el poema termina con una cita del filósofo francés Henri Bergson sobre la intuición de la duración. Es decir que, quizá, para captar el nervio del poema hay que ponerse, espiritualmente, en posición de la flor de loto; ejercicio que escapa a mis posibilidades, como se escapa el intento de atrapar a la duración -ese instante de gracia gratuita e inesperada- en unas líneas escritas. Más que intentar decir qué es, a lo sumo se consigue decir “aquí está”. En el mismo momento que se la señala, desaparece, aunque su impronta perdura, algo así como el alimento que tomó el profeta Elías con lo que pudo caminar cuarenta días sin más abastecimiento.
Handke lo expresa así: “Esta duración, ¿qué era? ¿Era un lapso de tiempo? ¿Algo mensurable? ¿Una certeza? No, la duración era un sentimiento, el más efímero de todos los sentimientos; a menudo pasaba más rápido que un instante, imprevisible, ingobernable, inasible, inmensurable. Y, sin embargo, con su ayuda, cualquiera que hubiera sido el adversario, me hubiera podido reír de él a la cara, le hubiera podido desarmar; la opinión de que yo era un hombre malo la hubiera transformado en esta convicción: él es bueno”. La duración es, pues, un toque de gracia, “sus imágenes y sus sonidos tienen el brillo y el sonido de una gracia”, continúa diciendo el poeta. Es un puro regalo que adviene, no a voluntad, ni menos forzándola sensorialmente, simplemente llega.
“El poema de la duración es un poema de amor -anota el poeta-. Trata de un flechazo al que siguieron luego muchos flechazos como éste. Y este amor no tiene la duración en ningún acto concreto, más bien en un antes y un después en el que, por el nuevo sentido del tiempo que depara el amor, el antes era también el después y el después también el antes”. El amor y sus diversos rostros hacen vivir el tiempo de un modo diferente al tictac del reloj. La duración no se cuenta por segundos u horas, sucedió y queda. Son esos instantes estelares de la vida, al modo becqueriano de “Hoy la tierra y los cielos me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol; hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado… ¡Hoy creo en Dios!”. Fue un instante, suficiente, esa imagen queda de por vida en el alma, allí anida, allí vive y perdura.
Sin estos instantes duraderos todo es grisáceo. La gracia de la duración entona la vida, su efecto es mucho más grande que el de la levadura en la masa de harina. Le insufla entusiasmo a la vida, le da solera, después de todo, concluye el poeta diciendo que “Ocurre la duración cuando en el niño, que ya no es ningún niño —tal vez ya un anciano—, reencuentro los ojos del niño. /La duración no está en la piedra imperecedera de tiempos remotos, sino en lo temporal, en lo maleable”. Es una buena noticia, para la duración no hace falta un viaje en trasatlántico, también en el confinamiento puede llegar.