Somos caminantes, en tránsito a lo largo de nuestra biografía personal. Una condición que, como lo señala Josef Pieper (La esperanza. Rialp, 1961), “expresa la constitución más íntima del ser de la criatura. Es el intrínseco y entitativo «aún no» de la criatura. El «aún no» que incluye en sí dos aspectos, uno negativo y otro positivo: el no ser plenitud y el ser encaminamiento hacia la plenitud”. Como caminantes estamos en el tiempo, pero nuestro trayecto no termina en el tiempo. Aspiramos a la vida lograda, aquí y Allá. Aquí, logros y tropezones, y con la mirada puesta en el horizonte, de tal manera que nuestro aquí nos abra la puerta del gozo eterno y podamos escuchar del Dios Trino la fórmula de aprobación: “bien siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor”. La vida eterna, no es poco lo que esperamos.
Por la esperanza -gloso a Pieper-, la persona, «con el corazón inquieto», se esfuerza en confiada espera para alcanzar el bien arduo futuro, el aún no de la vida lograda tanto natural como sobrenatural. Gracias a la esperanza, el anhelo -ese deseo lo que aún no tenemos- es fecundo. Desde esta perspectiva, la oración del creyente tiene sentido cuando pide, encomienda. Con la esperanza, la comunión de los santos adquiere vuelos extraordinarios, sabiendo que unos y otros pedimos por los amores, afanes que cada uno lleva en el corazón. Una comunión fecunda que, en parte, se visualiza en las tradiciones de los pozos en donde los fieles depositan cartitas y mensajes pidiéndole al Cielo -por la intercesión de los santos- favores cuya realización escapa a las meras posibilidades humanas.
Esperanza humana y, también esperanza sobrenatural ataviada de grandeza de ánimo, capaz de remozar el espíritu a jóvenes y a adultos. Al joven lo llena de sueños, al adulto le devuelve los bríos primaverales. Ambos, jóvenes y adultos, no han llegado aún a la plenitud buscada, siguen siendo caminantes. Una peregrinación no exenta de enemigos que, más que al pensamiento, atacan a la vida a la que intentan secar. Son la desesperanza y la presunción. La primera lleva a tirar la toalla al primer contratiempo terminando en rendición incondicional. Desaparece la ilusión, sólo queda la resignación amarga, puro presente sin sorpresas, pues, para el desesperanzado la suerte ya está echada y el resultado es inamovible, no hay nada que esperar. Su corolario es una actitud pesimista de la vida: ¿para qué intentar cambiar las cosas si éstas continuarán torcidas? Cuando se instala la desesperanza, lo que sigue es tan solo vegetar: dejar hacer y dejar pasar.
La presunción, por su parte, es la otra cara negativa de la misma moneda. El presuntuoso cree que ya consiguió todo y, por lo tanto, trata de disfrutar y vivir el presente. Propiamente, para el presuntuoso, el futuro es perfectamente predecible. Ha cambiado “el puede ser como el puede no ser” de la contingencia, por el “no puede no ser” de la necesidad. Hay en el presuntuoso una perversa seguridad, propia de quien considera que con sus solas fuerzas conquistará lo que quiera. “La presunción -dirá Pieper- radica en una falsa valoración de sí mismo, afirmada de algún modo por la propia voluntad; consiste en una voluntad de seguridad, y esta seguridad es necesariamente impropia, pues no hay para ella ningún fundamento entitativo válido. Esta falsa valoración es, para más detalles, falta de humildad, negación de la condición real de criatura”. La presunción hace juego con los planeamientos estratégicos de algunas empresas: pretenden enjaular al futuro al que han convertido en un ave en cautiverio. Actitud, ciertamente, irreal y perversa.
¿Vivir de seguridad o vivir de esperanza? Me quedo con la esperanza a quien la previsión no le es ajena, muy distinta a la actitud de dominio de la presunción. Para los creyentes, además, “Cristo es al mismo tiempo el cumplimiento real de nuestra esperanza -anota Pieper-. Este hecho está expresado con grandiosa claridad en las frases con que san Agustín intenta explicar las palabras de la Escritura spe salvi facti sumus, «en esperanza somos salvos» (San Pablo, Epístola a los Romanos, 8, 24). San Pablo no ha dicho, por tanto, «seremos salvados», sino «estamos ya ahora salvados»; pero todavía no en realidad (re), sino en esperanza; dice «en la esperanza somos salvos». «La esperanza nuestra está en Cristo, pues en Él ya está cumplido lo que como promesa esperamos». Todavía no vemos lo que esperamos. Sin embargo, somos el cuerpo de aquella cabeza en la que está realizado lo que esperamos”. Salvados ya en la esperanza, una convicción sólida que alegra y sostiene al caminante en sus pasos hacia la vida lograda.