Cada día tiene sus afanes, así, en plural. Hay gozos, retos, apuros y, de ordinario, una cosa detrás de otra. Tareas que empiezan y terminan, así como cargas en el alma y en el cuerpo con sus agobios y cansancios. Es la vida del artista en un entramado de relaciones humanas que nos fortalecen y, también, nos hacen vulnerables: tu alegría es mi alegría, tu pesar es mi pesar, igualmente. En este ir y venir de la vida me encontré con este libro de Brant Pitre, Introducción a la Vida Espiritual: Recorriendo el Camino de la Oración con Jesús (Nueva York, Imagen, 2021; Edición Kindle). Un libro para alimentar la vida interior. Una especie de oasis para recuperar el espíritu y beber de las aguas que saltan hasta el Cielo. Su lectura, a sorbos, sugiere múltiples reflexiones para alimentar el espíritu.
Como lo indica el título del libro, se trata de una introducción a la vida espiritual para rezar caminando con Jesús, por tanto, no se trata de saber sobre Jesús, sino de orar y contemplarlo con los ojos del corazón, sabiendo que el corazón, en las escrituras judías como en la tradición cristiana, es el lugar de las emociones y, asimismo, lo más profundo del ser humano en donde nacen los pensamientos, las decisiones y se atesoran los recuerdos. De ahí que, tanto la oración vocal como la oración mental, buscan contemplar el rostro de Cristo y transformar nuestro corazón. Una oración, así, es incienso que se eleva al Cielo.
Cada rato de oración personal es una cuita de amor nutrida de silencios y susurros como lo comprendió en su día Elías, pues Dios no estaba en la tormenta, el terremoto ni en el fuego. Pasaba a su lado en una delicada brisa de aire. Una oración personal sin prisa y pausada, siguiendo el consejo de San Cipriano: “cuando hagas tu oración, deja que el Padre reconozca las palabras de su propio Hijo. Puede que Él, quien vive en nuestro corazón, esté también en nuestra voz”.
Centrarnos en el espíritu no es tan fácil. Para vivir, hemos de procurar tener cosas y la sociedad de consumo en la que nos desenvolvemos promueve el consumo y la adquisición de bienes materiales. Un ambiente así promueve el afán de tener, un tener que puede llegar a ser insaciable, generándose el vicio de la avaricia: el afán desmedido por acumular cosas, dinero, posesiones. Deseo irracional tantas veces, como lo recuerda el Evangelio en la figura de aquel hombre que decide llenar sus graneros y despensas de bienes materiales: esa misma noche, el Señor le pedía cuentas de su vida, rica en posesiones, pero pobre espiritualmente frente a Dios, la bancarrota definitiva.
Somos conscientes, asimismo, que no controlamos los acontecimientos pequeños y grandes que suceden alrededor del nuestro. A los días no le faltan los sustos, llegan y cargan sobre el alma. ¿Qué hacer? No hay respuesta sencilla para desatar el nudo a la primera ni a la segunda. Más, si contando con la gracia de Dios, continuamos trabajando y rezando diligentemente -con los agobios y cansancios encima- será reconfortante escuchar un día estas palabras: bien hecho, siervo bueno y fiel. De cara a Dios, con el bullir del corazón, hemos de pedirle al Señor que nos ayude a vencer la tristeza, pues es en nuestra alma, como la polilla a la ropa y el gusano al árbol.
La fortaleza del creyente es fortaleza prestada. Él es el Cireneo que nos ayuda a llevar las cruces de la vida. No hemos de impacientarnos cuando no recibimos lo que pedimos al momento. La oración no es un sistema de entrega: producto, tiempo y precio. Cuando lleguen los momentos duros y la espera sea larga, vayamos al huerto de Getsemaní, junto a Jesús sufriente. Con Él, aprenderemos a decir: “No se haga mi voluntad, sino la Tuya”. No es un mantra sicológico, ni un “ya pues”, es oración ardiente que lleva el secreto de la santidad y la felicidad.