Vivimos tiempos de pandemia y aun no nos damos cuenta del impacto que va a tener en nuestras vidas, lo medimos por simplezas como “tápate la boca y la nariz al salir”, “no tenemos clases en colegios, institutos y universidades”, “el trabajo mayormente se realiza en forma virtual, desde casa”, “hay toque de queda ¡qué emoción!”… es un instante para unos, es una moda para otros, es un drama para quienes lo padecen de verdad.
¿Sabes cuántos están sufriendo en sus vidas por esto del coronavirus? Millones, y muy pocos lo dicen, muchos lo esconden porque existe en el corazón humano -o mejor dicho, en el corazón peruano- algo así como una excusa para no decir la verdad cuando afirmamos “me va bien” si preguntan: “¿Cómo te va?”
Por un momento piensen en cero: cinco millones de peruanos y casi 300 mil venezolanos migrantes y 50 mil de otras nacionalidades están sin trabajo regular, sin ingresos frecuentes, no digo estables. Algunos que estaban en planilla de empresas ya no lo están, otros que tenían sus negocios -desde la venta de sandwiches, desayunos o menú, refrescos al paso, peluquerías, servicios de transporte, nidos o guardería para niños, etc. … ya no los tienen; miles de miles que hacían del diario laborar su fuente de ingreso, no pueden hacerlo hoy. ¿Alguien se ocupa de ellos y de sus familias en el sentido de brindarles apoyo, reenganche, oportunidades y esperanzas ciertas?
Y al lado de esos 5 millones trescientos cincuenta mil seres humanos, existen familias completas con hambre, sin techo propio, sin comida, pero recibiendo solidaridad de personas que sienten y ven que el Estado, que el Gobierno, las ha abandonado.
Entonces fíjense bien de estos detalles: Pandemia, una palabra que poquísimos saben qué es y que además, el Gobierno no sabe explicarla en toda su dimensión y efectos. Trabajo, una palabra que muchos creen saber su significado y que también, la representan como algo inamovible, permanente, y no lo es. Desamparo, otra palabra que de cada diez, nueve la niegan -así parezca absurdo-, pero que quisieran desterrar de sus vidas hasta que por obra y gracia de los gobiernos, caen en la politización, mercantilismo electoral o estiramiento de mano constante (así suene duro).
Tenemos una realidad chocante, extraña, contradictoria, al borde del precipicio.
¿Qué va a ocurrir con los más jóvenes si hacemos extender este cuadro deprimente en el tiempo? ¿Se acostumbrarán a tanta desilusión o reprogramarán sus vidas para reinventarse antes que meterse en el absurdo tema de las nuevas normalidades? ¿Será nuevo tener más pobreza y se convertirá en lo normal?
Estoy seguro que NO. Los más jóvenes y los más viejos están conectados en una misma pasión de rebeldía consecuente, ya verán. Por ahora, lo dejo allí.