Alexandr Solzhenitsyn (1918-2008) fue un novelista e historiador ruso, crítico del comunismo soviético; denodado por los socialistas e incómodo, también, para muchos intelectuales liberales por su crítica a la cultura occidental en la que veía serias inconsistencias espirituales. En junio de 1978 dirigió un discurso a la Asamblea de Graduados de la Universidad de Harvard. Señala que hay una profunda división en nuestro mundo contemporáneo al estilo de la espada de Damocles, reafirmada “por la antigua verdad de que no puede subsistir un reino -aquí, esta tierra nuestra- dividido en sí”. Asimismo, la llamada convergencia ideológica de la que se hablaba en los 70 de Occidente y la Unión Soviética la encuentra engañosa.
No recomienda para nada el socialismo, pero tampoco se lanza a los brazos del Occidente liberal, al que haya carente de peso espiritual. Ve un Occidente carente de valentía, lanzado a soluciones pragmáticas, dado a preferir lo provechoso y dejando de lado lo noble. Le preocupa la deriva hacia el solo bienestar material, cuya prosperidad se mide en términos de confort, posesión de cosas, dinero, ocio y placeres. El legalismo al que hemos llegado le inquieta. Dice: “Habiendo pasado toda mi vida bajo el comunismo, diré: es horrible una sociedad en que no hay una imparcial balanza jurídica. Pero una sociedad en que no hay otra balanza que la jurídica, también es poco digna del hombre. Una sociedad que se ha colocado en el terreno de la ley, pero no más alto, aprovecha una parte muy pequeña de las posibilidades humanas (…) Cuando toda la vida está saturada de relaciones jurídicas, se crea una atmósfera de mediocridad espiritual que mata los mejores impulsos del hombre”.
Celebra la libertad que impera en Occidente sin dejar de señalar su movimiento pendular entre la elección de actos buenos y actos malos. Una distinción muy propia de la ética cuyo principio nuclear apunta al deber de hacer el bien y evitar el mal. Cuando se pierde esta distinción el indiferentismo campea por doquier. Detrás de esta postura, anota Solzhenitsyn, está una antropología que ve al hombre, dueño y señor de este mundo, sin malicia en su interior, “y todos los defectos que se observan procederían de sistemas sociales inadecuados, que son los que se habrían de corregir”. El mal se ha trasladado al sistema social y con él desaparece la responsabilidad personal.
Al referirse a los intelectuales de los 70 en Occidente, nuestro autor afirma: “La mente de vuestros investigadores es libre jurídicamente, pero está cercada por los ídolos de la moda del día. No por violencia directa, como en Oriente [URSS y satélites], sino por esta selección de la moda. Por esta necesidad de amoldarse a los estándares de masas, se priva de hacer su aportación a la sociedad a las personas de pensamiento más independiente, y aparecen peligrosos síntomas de aborregamiento, que impide un desarrollo efectivo”. Esto que sucedía entonces, sigue pasando en muchos ambientes culturales del mundo en el siglo XXI. La presión de lo políticamente correcto, de la cultura de la cancelación acallan el pensamiento de los disidentes de ahora, atentándose no sólo contra la libertad de expresión y de pensamiento, sino también contra la libertad de conciencia.
Socialismo y capitalismo convergen en el mismo mal: destrozan la vida interior de las personas. “Demasiadas esperanzas hemos puesto en las transformaciones político-sociales, pero ha resultado que nos quitan lo más valioso que tenemos: nuestra vida interior. En el Este la pisotea el ferial político, en el Oeste el comercial. Qué crisis: lo más terrible no es siquiera que el mundo esté dividido, sino el que sus principales partes tengan una enfermedad análoga”. Ante una situación así, Solzhenitsyn nos deja con estas tres preguntas: “¿está realmente el hombre por encima de todo, y no tiene sobre él un Espíritu Supremo? ¿Es cierto que la vida del hombre y la acción de la sociedad deben determinarse ante todo por la expansión material? ¿Es permisible desarrollarla en detrimento de nuestra íntegra vida interior?” Preguntas esenciales para este nuestro tiempo y con un común denominador: requerimos más espíritu para darle sostenibilidad a la aventura humana.